sábado, 16 de abril de 2011

“Yo nunca sospeché nada, y por eso perdí bastante tiempo”


Sin reparos, Verónica abre su casa y su corazón. Su casa, en un barrio privado de Del Viso, fue el escenario de la sorpresa más penosa de su vida. Su corazón, grande como un planeta, la obliga a contar su historia y la de su adorado hijo Moncho, para que todos los padres sepan cuánto cuesta abrir los ojos a ciertas situaciones, cuánto vale haber podido enfrentarlas con decisión y tenacidad. Algunas palabras visitan con insistencia sus labios atropellados: error, dolor, esfuerzo, gracias. “Moncho siempre fue muy tranquilo; lo que le costaba era adaptarse a los colegios: se distraía, se perdía. Durante años fuimos de un psicólogo a otro, y él que sonreía y decía ‘no puedo, a mí no me da’. Pasó por cuatro escuelas de doble turno, un ritmo muy exigente que no era para él. Cuando repitió octavo año del EGB y lo cambiamos a una escuela de jornada simple, empezó otra historia. Siempre fue muy amiguero, y también muy deportista”, sonríe Verónica. Ella y el papá de Moncho ya estaban separados cuando su hijo se incorporó a los ritos habituales de los chicos de los countries de la zona norte, sin que nadie en su familia los objetara: a los 12 años, “ir a boludear” con los amigos en la puerta de los cines Village de Pilar; a los 13 asistir a los bailes de matiné en el club de rugby SIC; luego, repetir la experiencia en los boliches de Pilar. “Dicen que los más chicos no les venden alcohol, pero es mentira”, advierte la mamá. Una tarde, Verónica vio a su hijo y algunos amigos cuchicheando detrás de los árboles del fondo, y sin saber por qué –asegura– estuvo segura de que estaban fumando marihuana. “Al día siguiente se lo dije y se puso como una pantera: ‘que te pensás, que voy a drogarme, y encima en mi casa’, decía a los gritos. Esa reacción me puso en alerta”, recuerda. Fue un shock. Pero el cachetazo llegó tres días después. “Le habíamos conseguido un trabajito en un taller de cerámica, y él estaba encantado. Gran error: esa semana lo fui a visitar y lo encontré muy drogado, me quería matar. Resulta que en el fondo del taller los dueños tenían una huerta en la que crecían dos grandes plantas de marihuana.” Al día siguiente, Verónica hizo lo que nunca: le revisó la billetera, los cajones y los bolsillos a su hijo. Había marihuana por todos lados. Aturdida y enojada, pero resuelta, le contó todo al papá de Moncho. “Hagamos algo ya”, coincidieron. Una suerte: pocas veces se da semejante sincronía entre los padres. “Un conocido nuestro tiene una Fundación de ayuda a adictos pesados, y nos aconsejó que lo lleváramos a “Proyecto Cambio”. Pero antes lo quería ver. Cuando le dijimos a Moncho se armó una violenta pelea, pero lo llevamos igual. Menos mal: nuestro amigo nos dijo que no perdiéramos tiempo, que nuestro hijo estaba listo para incorporar nuevas drogas”. Verónica habla sin titubear, pero un mínimo temblor aletea en sus dedos. “Después fui dándome cuenta de otros errores. Los fines de semana, Moncho me decía que iba a la casa de un amigo cuyos padres yo conocía, que después iban a salir, que se quedaba a dormir ahí… eran todas mentiras. Yo nunca sospeché nada, y así perdí bastante tiempo. El último verano antes de entrar a Proyecto, hace dos años, nos habíamos ido de vacaciones a Uruguay, y lo vi vivir de noche y dormir de día, todo el tiempo. Me pareció que era lo que hacían todos los chicos. Error total”, se castiga. “Después me enteré que a los 15 había empezado a tomar mucho alcohol, que poco después pasó al porro y que, aunque algunos de sus amigos también fumaban cada tanto, él no pudo zafar”. El tratamiento fue duro. Moncho tenía que ir a Belgrano todos los días, y su mamá, su papá, su hermanito de 10 años –hijo de otra pareja de Verónica que también quedó atrás–, sus amigos y hasta la nueva esposa de su padre debían acompañarlo. “A los pocos meses me entraron dudas. Pensé que lo de mi hijo no era tan grave, que podíamos estar exagerando. Por suerte el papá se puso firme. Después me di cuenta de que a los otros padres les pasaba lo mismo. Todos escuchábamos las mismas cosas. Todos teníamos el mismo hijo”, redondea, y por un segundo calla para que sus labios aprieten un cigarrillo. “Ahora soy una agradecida. Crecí mucho, tengo demasiado que festejar y que agradecerle a Moncho. Hoy me afecta cualquier maltrato, el no registro del otro. Y se ordenó el hogar: ahora comemos juntos, hablamos”. Hace tres meses Moncho terminó la secundaria, y ahora estudia Cine. También empezó a salir de noche algunos días, aunque no puede tomar ni manejar, y debe despertar a su mamá cuando llega a casa. Entonces charlan sobre cómo fue esa noche, cómo pudo disfrutarla sin emborracharse ni drogarse. Casi siempre los sorprende el amanecer

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