viernes, 14 de enero de 2011

Dilma muestra lo que le falta a nuestra cultura política por Norma Morandini


Nota Dario Clarín 06/01/11


Me emocioné con la emoción de mi vecina de la Villa Assuncao de Porto Alegre, donde viví la última parte de mi exilio. En ese entonces, Dilma Rousseff integraba el grupo político que rodeaba a Leonel Brizola, el líder “trabalhista” de regreso en Brasil, tras un largo exilio. Habían participado de la “lucha armada”, como se decía entonces, reemplazada hoy por el políticamente más correcto “los que resistieron a la dictadura”. Una resistencia que Dilma pagó con la prisión.
Los brasileños, en 1964, inauguraron los golpes militares en la región. El único régimen que mantuvo abierto el Parlamento en una ficción democrática, con dos partidos creados por decreto. Cada general en la presidencia fue encarnando el grado de la apertura política. Desde el más duro de todos, Garrastazú Medici, al general Figueiredo, quien firmó en 1979 la Ley de amnistía que rehabilitó políticamente a los integrantes de los grupos clandestinos como Dilma, permitió el regreso como héroes de unos tres mil exiliados, pero también amnistió a los torturadores.
Corrían los años ochenta, los argentinos del “déme dos” habían descubierto las playas brasileñas y miraban con recelo a una sociedad de la que les horrorizaba “la pobreza” y la brecha social. Esa Belindia, como se ironizaba entonces: unos viven en Bélgica, otros en la India. La brecha social dejada por el “milagro económico”, motorizado por las automotrices y las exportaciones. El triunfalismo militar ideó una propaganda eficaz: El Brasil del “vai pra frente” y “nadie detiene a este país”.
Brasil significó para mí la cercanía con Argentina. Vivía con desconfianza y temor el acercamiento con mis compatriotas-turistas. No podía mencionar siquiera mi condición de exiliada sin correr el riesgo de que me evitaran en la playa. (Hoy me pregunto si entre ellos no estarán los que hoy se erigen custodios de la memoria o adalides tardíos de los derechos humanos). Pocos sabían de la existencia de Lula, el tornero de barba espesa que había liderado las huelgas operarias que forzaron la apertura política, vinculado a los movimientos sociales de la Iglesia, la principal base de sustentación de lo que después se expresó políticamente con el Partido de los Trabajadores.
En Brasil, el paso entre la dictadura y la democracia fue lento y gradual, comandado por el mismo régimen militar. Una transición tutelada que no alteró el multitudinario movimiento civil por las “diretas, ja” para exigir la elección directa del Presidente. Sólo quince años después, Fernando Henrique Cardoso fue la vez del primer exiliado en llegar a la Presidencia, antes de que les tocara el turno a los ex presos: Mujica en Uruguay y Dilma en Brasil.
Pero Lula, varias veces derrotado, debió esperar más de veinte años para dejar de ser el “temido comunista que le iba a sacar el dinero a los ricos para distribuirlo entre los pobres” y, tal como Felipe González en España, se convirtió en la mejor garantía del sistema. Tal como se entusiasmó el padre del milagro económico de la dictadura militar, Delfin Neto, “Lula consolidó el capitalismo”.
Sin duda, la popularidad de Lula es enorme. Por su enorme carisma, por haber continuado las políticas sociales de Cardoso. Sobre todo por el conmovedor destino del operario pobre que llegó a la Presidencia del mayor país latinoamericano, reverenciado por los poderosos del mundo.
Tal como aquí, en Brasil, se creó un mito económico que algunos ponen en duda. Como Frei Beto, el sacerdote, mentor y amigo de Lula, autor del programa “Hambre Cero”, quien se alejó silenciosamente del gobierno que había ayudado a fundar. Frey Beto advierte: “Con Lula, los más pobres recibieron recursos anuales por R$30 mil millones; los más ricos, en el mercado financiero, fueron beneficiados con más de R$300 mil millones por año. El país continúa sin las reformas tributariasy políticas y la calidad de la educación se equipara a Zimbawue, según los índices de las Naciones Unidas”. Tal vez esa es la razón por la que no hubo triunfalismo en el discurso de la Presidenta, quien enumeró los problemas que deberá afrontar: la pobreza, el crimen organizado, la desigualdad, la preservación del medio ambiente y la prioritaria educación.
Por ahora, importa observar la trayectoria de Dilma Rousseff, cuya vida se confunde con la historia reciente de Brasil. La primera mujer pero, también, una dirigente moderna que no se victimiza, que esconde las lágrimas. mientras los prejuicios califican como dureza lo que en los hombres se elogia como firmeza.
Fue por esa emoción que me emocioné al ver a mi antigua vecina convertida en Presidenta. Cambió de aspecto tanto como el Brasil que conocí: embellecida por la serenidad democrática de extender la mano a sus opositores a los que prometió igualdad institucional, sin favoritismos.
No se arrepiente de su pasado pero carece de rencor y resentimientos. Tomó las palabras de otra mujer, Indira Gandhi, para decir: “No se puede abrazar con los puños cerrados”. Una sabiduría ajena a nuestra tradición antidemocrática. Cuando entre nosotros se invocan los Derechos Humanos pero se descalifica al que piensa diferente, recuerdo aquella paradoja autoritaria del general Figueiredo, quien comandó la democratización y treinta años atrás decía: “Mi compromiso es con la democracia. Al que se oponga, lo reviento.”

No hay comentarios: