domingo, 27 de junio de 2010

ADOLESCENCIA: EL CAMINO DE LA AUTONOMIA por Luisa Rosenfeld*



ADOLESCENCIA: EL CAMINO DE LA AUTONOMIA en adolescentes que parten de la casa familiar para estudiar en otra ciudad por Luisa Rosenfeld*


Abstract

La adolescencia es el período en el cual los jóvenes aprenden a adquirir habilidades para una exitosa inserción en el mundo de los adultos logrando autonomía y diferenciación de su grupo familiar de origen. Por su lado y simultáneamente, los padres deben contribuir con su sostén emocional y financiero, pero puede ocurrir que la primacía de la función nutritiva y la sobreinvolucración resulten en la infantilización y consecuente prolongación de esta etapa, que creará jóvenes adultos temerosos y dependientes.

Palabras clave

autonomía–diferenciación–funciones parentales-sobreinvolucración-temor-infantilización


Abstract


Adolescence becomes a period during which teen-agers learn to inherit abilities to insert themselves in an adult world by achieving autonomy and differentiation from their original family group. On the other side and simultaneously, parents must bring their emotional and financial support, but if this contribution just sets a primacy of a nutritious function and overinvolvement, it could turn into a sort of infantilism and consequently, this period would be unnecessary elongated and it could contribute to raise frightened and dependant young adults.

Key words


autonomy-differentiation-parental functions-overinvolvement-fear-infantilism



La construcción del concepto de adolescencia


La adolescencia como período diferenciado en la evolución de niños a adultos es una construcción moderna que puede ser descripta en función de los procesos sociales, culturales, económicos y políticos que han contribuido con su gestación. Las primeras categorizaciones estaban más ligadas a lo biológico y daban cuenta de las transformaciones evolutivas que el crecimiento y la complejización de las funciones fisiológicas marcaban como inicio de la adultez. Los nuevos comportamientos integraban a los niños a la comunidad, principalmente a través de la actividad sexual, que daba pie a la reproducción y al mantenimiento de la especie, y de la utilización de la fuerza física, que permitía tanto luchar para alimentar a la comunidad como para defenderla. Hay entonces un énfasis en lo colectivo y el arribo de los niños a la edad adulta contribuye con la consecución de estos intereses. En las sociedades precapitalistas el fenómeno adolescente tal como hoy lo conocemos no tuvo existencia y ha podido observarse la presencia regular de rituales que signaban el pasaje y la transformación del niño en adulto (Mead M., 1928). Estos rituales de iniciación, habitualmente crueles, que modificaban el cuerpo de los jóvenes, tenían una incidencia importante en la construcción de nuevas categorías de espacio-tiempo y el propósito de reforzar la sumisión a las leyes y costumbres de la tribu. Llegado a la edad, el niño se transformaba en adulto luego de atravesar exitosamente los ritos de la pubertad y adquiría una identidad como los demás miembros, con sus mismos ideales y objetivos (Pearson G., 1958). Esta forma de inicio confería a los miembros de la comunidad seguridad y solidaridad, ya que cada miembro se insertaba en el colectivo a expensas de un sólido sentido de pertenencia sostenido por el consenso social que lo respaldaba.

Más recientemente, si observamos las costumbres del campesinado y los artesanos en las sociedades precapitalistas, la incorporación de los jóvenes a la adultez y a la vida laboral se hacía de manera progresiva, como aprendiz del maestro del taller, que también cumplía funciones de padre-patrón (Toffler A., 1991). No había aquí tampoco un espacio diferenciado de experimentación para los niños que se iban insertando en el mundo de los adultos sino una serie de comportamientos prescriptos para los miembros de la familia que se delegaban según sexo y edad. Aquí el colectivo ya no es la comunidad toda sino la familia de tres o cuatro generaciones y el grupo al que se pertenece y pauta comportamientos está organizado alrededor de la tarea en el taller o el campo. El consenso acerca de lo que se puede o no hacer y preferiblemente, de lo que se debe hacer para pertenecer a la comunidad, está rígidamente sostenido por los usos y costumbres que marcan valores para esa sociedad.

La llegada del maquinismo y la conformación de la sociedad industrial o sociedad de la segunda ola (Toffler A., 1991) marca una ruptura con relación al orden anterior en lo que respecta a lo laboral y a lo social. La revolución tecnológica planteada dará por tierra con la organización prescriptiva de comportamientos conocida hasta el momento. En el nuevo orden social será imprescindible prepararse para ocupar los nuevos puestos de trabajo, lo que dará inicio al establecimiento de un período de entrenamiento en la adquisición de habilidades que permitan insertarse en el mundo de los adultos. Se inaugura así la categoría de los sujetos que se están formando, que están buscando una identidad. Aquí el consenso social creará las condiciones para la creación de un imaginario social referido a sujetos en transformación en busca de su identidad y un sentido de pertenencia (Castoriadis C., 1975).

Si hasta el momento los valores de la comunidad ofrecían al joven un ideal homogéneo, igual para él y para sus mayores, rígidamente prescripto e incuestionable y que precisamente por esto brindaba un tranquilizador sentido de identidad y pertenencia (Pearson G., 1958), se inicia aquí un proceso individual de búsqueda, cada individuo debe definir sus ideales y su vocación en función de la multiplicidad de ideas que comienzan a circular. El individualismo favorecedor de la constitución de lo que hoy conocemos como adolescencia conforma un período de búsqueda -de pareja, de identidad sexual, de vocación, de inserción laboral y profesional, de pertenencia a una comunidad política, religiosa, ideológica-. Ya no habrá una transmisión de padres a hijos junto a una aceptación acrítica de los valores legados por la comunidad a través del mandato familiar, sino una invocación a explorar el mundo para aprehenderlo sustentada en un cuestionamiento de lo establecido. Se dará inicio a un estadío más o menos beligerante donde los jóvenes pondrán en cuestionamiento los valores de sus padres, algunas veces muy violentamente, insertos en la así proclamada brecha generacional. Si cada sujeto tiene la misión de asegurar la continuidad de su generación y del conjunto anterior, a partir de la construcción del estadío adolescente como espacio tiempo-diferenciado cada sujeto deberá retomar por cuenta propia el discurso del conjunto para resignificarlo y poder así insertarse en el mundo de los adultos.

Interacción familiar


Existen momentos en la evolución natural de las familias que requieren de la negociación de nuevas reglas para dar solución a los conflictos que aparecen. Son momentos de crisis, de ruptura del orden anterior y oportunidad del establecimiento de un equilibrio que dé respuesta a las nuevas necesidades (Mesterman S., 1992). Uno de los desencadenantes más habituales de las crisis familiares es el inicio de la adolescencia; deben entonces trazarse líneas de diferenciación que respondan a las demandas planteadas por la autonomía de los hijos. En esta época la participación del joven en el mundo extrafamiliar se incrementa. Es el momento de otorgar mayor autonomía y una mayor responsabilidad adecuada a la edad. Para los padres es imprescindible responder con gran flexibilidad a las demandas que exige esta etapa.

Los padres pautan su vinculación con los hijos como agentes socializadores y lo hacen principalmente por medio de dos tipos de funciones que pueden ser considerados organizadores en este proceso: a) la función nutritiva, definida como la provisión de elementos para la subsistencia, así como también de amor, protección, abrigo; y b) la función normativa, que impone reglas (Díaz Usandivaras C., 1986,1987). La adecuada relación entre las funciones es imprescindible; cuando se altera por déficit o por exceso puede generar disfuncionalidad en la relación con los hijos. Las funciones nutritivas son más gratificantes y placenteras, también más fáciles de implementar, tienen que ver con el brindar y están ligadas al “sí”. Las normativas son frustrantes; dependen para su implementación de la autoridad y el prestigio por parte de los adultos a cargo y están ligadas al “no”; son estresantes y exigen mayor acuerdo parental. El fracaso en la coparentalidad al ejercer estas funciones puede llevar al “sabotaje” por parte de los hijos, quienes pueden fácilmente boicotear así las directivas impartidas por los adultos a cargo. La contradicción entre directivas impartidas por la madre pero negadas por el padre puede evidenciarse en la respuesta comportamental del adolescente que se alía con el padre y debilita así la posición de autoridad de aquélla y viceversa. El resultado de esta interacción es que ya no habrá dos adultos a cargo, sino que el hijo decidirá cuáles son las normas que desea acatar y qué alianza desea privilegiar para favorecer su posición. Podríamos considerar entonces que el objetivo de las funciones parentales es, en última instancia, el proceso de entrenamiento que propician los padres para sus hijos como aprendizaje de pautas y permite una adecuada adaptación al mundo en el que los jóvenes adultos deberán desenvolverse una vez fuera del hogar familiar. En este sentido, la familia puede ser considerada el “laboratorio experiencial” dentro del cual los niños devenidos adolescentes experimentan la adecuada frustración de sus fantasías de omnipotencia y de sus reales potencias en un marco de contención y afecto. Así, la incorporación de pautas supone la incorporación de límites autorreguladores de las acciones; un déficit en la autorregulación como producto del fracaso en la incorporación de pautas, podrá llevar al adolescente a incurrir en comportamientos violentos. De esta manera, la sobreinvolucración parental puede favorecer comportamientos que resulten en adolescentes inseguros y temerosos de desafiar las leyes familiares, pero también violentos o gravemente comprometidos con conductas autolesivas, como adicciones, promiscuidad sexual, delitos. En ambos casos son adolescentes que parecen no saber cómo regular su comportamiento, cómo cuidarse, cómo evitar involucrarse en situaciones potencialmente peligrosas, cómo aprender a insertarse en el mundo de los adultos.

Los hijos


Durante la etapa de la niñez el mundo legado por los padres es previsible y por lo tanto asegura una continuidad que provee calma y seguridad. A partir de la pubertad, el niño devenido adolescente deberá redefinir los procesos existentes y adaptarse a una nueva situación para acceder al nuevo status donde se entrecruzan lo biológico, lo familiar, lo social (Erikson E., 1975). La pérdida del cuerpo infantil a partir de la irrupción de los estímulos hormonales dará inicio a la genitalidad adulta e inaugurará una serie de comportamientos como salir de noche, ir a bailar, cambio de vestimenta, que incidirán en la dinámica familiar establecida hasta entonces; la pérdida de los padres infantiles exigirá al joven una reconfiguración del vínculo con ellos que se expresará en comportamientos más o menos rebeldes según la rigidez con que los padres acompañen estos cambios; la pérdida de la identificación infantil llevará al adolescente a la búsqueda de nuevos grupos de pertenencia y referencia.

Los padres


Las familias deben responder a la crisis planteada por el ingreso de los hijos en la adolescencia con la mayor flexibilidad. El crecimiento de los hijos planteará cambios en la organización y alterará la cotidianeidad que discurría amablemente, lo cual puede generar disconfort, dentro de un proceso de stress que implicará gran demanda de tiempo y un sentimiento de pérdida y extrañamiento. El desequilibrio así producido tanto como la flexibilidad requerida, serán factores esenciales para el crecimiento y el desarrollo de la familia en sí y para los individuos que la componen. De manera que se vuelve imprescindible la creación de nuevas pautas transaccionales al llegar a esta etapa (Minuchin S., 1978). A medida que los hijos crecen, los padres se ven excluidos de sus confidencias e intimidad y deben ir cediendo autoridad aun cuando consideran que ellos la ejercen más eficientemente. Paradójicamente, para los adolescentes, ir ganando en autonomía implicará un sentimiento de pérdida de la protección y las facilidades del mundo familiar previsible y tranquilizador conocido hasta entonces. El mundo ahora se opone y deben resolver su pertenencia a él optimizando sus propios recursos mientras los padres deben delegar autoridad para facilitar el ejercicio de las propias habilidades de los hijos en cuanto a cuidado y autoprotección.

La familia

Si una familia no puede cambiar puede mostrar rigidez en las pautas interaccionales, con lo cual la salida de los hijos de la casa familiar puede verse entorpecida. La estricta sujeción a los hábitos y creencias propiciada por padres muy rígidos se volverá un constreñimiento preferiblemente que una facilitación para que los adolescentes puedan desarrollar la transición hacia la adultez; la familia se volverá una jaula donde los miembros de la familia quedan atrapados (Minuchin S., 1978).

Otras características señaladas por Salvador Minuchin que contribuyen desfavorablemente con el proceso de salida de los hijos de la casa familiar son la indiscriminación y la sobreinvolucración. Plantea cómo algunos padres tienen mucha dificultad para lidiar con las nuevas demandas que propone el crecimiento de los hijos y resuelven el conflicto manteniéndolos infantiles en una edad inadecuada. Un niño que crece en una familia donde las fronteras entre subsistemas están muy desdibujadas suele dar gran importancia al contacto personal y a la proximidad...”la lealtad y la proximidad tienen preferencia por sobre la autonomía y la autorrealización. Un niño que crece en un sistema altamente indiferenciado aprende a subordinar el self. Lo que espera de una actividad con un objetivo específico como estudiar o incorporar una habilidad, no es entonces el desarrollo de su propia competencia sino la aprobación, ya que la recompensa no será la adquisición de un conocimiento sino el amor” (Minuchin, 1978, op cit, pag. 59). Si esto se combina con padres que tienen dificultad para abandonar el modelo de crianza de niños pequeños donde es esperable y necesaria una mayor involucración, al llegar a la pubertad los niños ya adolescentes habrán crecido en un mundo connotado por la hipervigilancia de padres exageradamente procupados por su cuidado y su bienestar a una edad en la que deben favorecer una mayor autonomía. El adolescente es así socializado para responder comportamentalmente a las expectativas parentales y sentirá una gran responsabilidad por no defraudarlos. Camino a la adolescencia crecerá esperando la aprobación parental y sumamente respetuoso de su lealtad hacia los valores familiares, lo cual comportará una inhibición de su autonomía en términos de desafío a estos valores, para poder apropiarlos o no luego de su contrastación con los extrafamiliares que deberá descubrir. La sobreinvolucración de los padres será percibida como preocupación por su cuidado y bienestar a fin de que sea difícil desafiarla. Esta mutua acomodación genera un contexto en donde el rechazo y la negación quedan enmascarados.

Ir a Buenos Aires

El camino sinuoso al que hago alusión es transitado por adolescentes y adultos jóvenes provenientes del interior rico de la provincia de Buenos Aires. Son jóvenes oriundos de localidades que aún tienen como referente a la gran ciudad en cuanto a educación y posterior inserción profesional. No provienen del conurbano, de características empobrecidas y de bajo nivel cultural y educacional. Muchas de las familias a las cuales pertenecen aún tienen campos heredados de los abuelos, que continúan explotando. Si bien la segunda generación es profesional y no se dedica a la actividad agrícolo-ganadera como sustento principal, en la tradición familiar el campo continúa siendo una referencia aglutinante y de expresión de características de un determinado sector en cuanto a expectativas y desarrollo para los hijos. Esto es, aun cuando en la actualidad existen excelentes centros de educación universitaria próximas a las ciudades de origen, estas familias formadas en la tradición de las familias ganaderas de una República Argentina poderosa consideran el viaje a Buenos Aires como inicio de la vida adulta de los hijos y lo aportan como parte del legado de una generación a otra. En cuanto completan los estudios secundarios, los adolescentes “saben” que partirán hacia Bs. As., probablemente para vivir allí los siguientes diez años. Los padres compran o alquilan departamentos en la zona más cara de la ciudad, donde uno a uno los hijos irán arribando a medida que crecen. Algunas veces conviven sucesivamente los hermanos en un mismo departamento a medida que van llegando a la edad de “ir a Bs. As.”; otras, son grupos de pares o tríos de amigos o primos quienes acuerdan vivir juntos “cuando vayan a Buenos Aires” al finalizar el secundario. De manera que la época de “ir a Buenos Aires” se convierte para estas familias en la etapa que inaugura el camino de la adultez para los hijos, mientras que para los adolescentes es, en el mejor de los casos, la siguiente etapa luego del viaje de egresados. No eligen “ir a Buenos Aires” como inicio de un proceso de autonomía y diferenciación con relación a las familias de origen, sino que se espera que vayan y ellos no se cuestionan si irán, porque el imaginario social en el cual están inmersos así lo determina y es esperable que compartan y participen de los valores y creencias que pautan comportamientos para el grupo al cual pertenecen. No ir a Buenos Aires comporta una significación similar a no ir de viaje de egresados; es “quedarse fuera”, no ser parte del grupo de pertenencia. Pocos de ellos eligen el lugar donde vivirán o las condiciones en que lo harán. Los padres abren una caja de ahorro para los hijos de donde ellos retiran el dinero para vivir. Algunas veces deben hacerse cargo de retirar el dinero también para pagar el alquiler y las cuentas de los servicios y expensas; en la mayoría de los casos, de esto también se ocupan los padres. Y en cuanto al manejo del tiempo libre, habitualmente regresan a sus lugares de origen cada fin de semana, en vacaciones de invierno y durante los tres meses de vacaciones de verano. Los jóvenes en Buenos Aires no trabajan o sólo toman trabajos temporarios. Las chicas a veces hacen “promociones” y con lo obtenido se compran ropa o algo que les gusta. Los varones comienzan a hacerlo en el último cuatrimestre anterior a recibirse en la forma de una pasantía. La experiencia de trabajar no está ligada a una necesidad de manutención o de inserción en el mundo laboral o profesional. Se espera, y ellos mismos así lo desean, que en su estadía en Buenos Aires se dediquen a estudiar, rendir exámenes y regresar a la vida social y familiar en el lugar de origen. Los jóvenes continúan la amistad y la vida social con quienes han partido, como ellos, a estudiar a Buenos Aires y difícilmente se integran a grupos locales. De lo que resulta que la experiencia de vivir solos y mudarse a otra ciudad como inicio del proceso de autonomía se convierte contrariamente en una continuidad de la dependencia esperable en niños y pospone así el inicio de la adquisición de habilidades para insertarse en el mundo de los adultos. El departamento de Buenos Aires se convierte de esta manera en el seudopodio de la casa familiar. Los adolescentes que se desentendían del cuidado de su ropa y del mantenimiento del hogar, parten cada fin de semana con un bolso de la ropa que han usado para ser lavada y planchada y regresan con la comida de la semana en el bolso un vez vacío; el departamento de Buenos Aires se ordena y limpia cuando los jóvenes son visitados por sus padres y habitualmente es la madre quien lo dispone. Los jóvenes, preferiblemente que “vivir solos”, “duermen solos” en Buenos Aires y nada les ofrece una alternativa de crecimiento y maduración dado que la dinámica familiar permanece inalterable fuera de los kilómetros que deben recorrer regularmente para cada reencuentro. El contexto de posibilidad de cambio que podría brindar la experiencia de vivir solos fuera de la casa familiar en términos de encontrarse con un mundo que se les opone y en el que desean incluirse, paradójicamente contribuye así con una reconfirmación de las condiciones de infantilización y sometimiento al mandato familiar del que los jóvenes difícilmente pueden escapar. La transición que deben atravesar los adolescentes como proceso de cambio y adquisición de habilidades para insertarse en el mundo de los adultos resulta entorpecida y no facilitada mediante la provisión de cuidados con que los padres nutren a sus hijos. La experiencia de “vivir solos” en estas condiciones no comporta diferenciación y autonomía sino prolongación de la transición adolescente. Los jóvenes ya no tienen 18 años, sino 25, 27, 28 años, están por recibirse o acaban de hacerlo y se sienten desorientados, confusos, temerosos; llegan a la consulta angustiados y con dificultad para describir qué les pasa y qué buscan. Por primera vez se ven ante la urgencia de tomar una decisión y no saben cómo hacerlo. Ya no tienen el cuerpo infantil que los padres cubrían, ya no se divierten yendo a bailar al boliche de la ciudad de origen; la novia/o con quien estuvieron desde los quince años ya no comparte la rutina de ir y volver y no saben si desean casarse y regresar o se quedarán en Bs. As; se plantean si quieren trabajar en la profesión o regresar y ocuparse del campo de la familia como es tradición. Se sienten desconcertados y se angustian frente a un mundo desconocido en el que no se sienten en condiciones de insertarse pero sabiendo que ya no pueden volver al mundo infantil como volvían cada fin de semana a la casa familiar. El mundo conocido les ha quedado chico y el de los adultos se avisora demasiado grande. Y hoy ellos mismos son adultos pero sin ninguna habilidad para resolver las cuestiones que les son inherentes.

Algunas viñetas


N, 27años, nunca estuvo de novio, se presenta a la consulta diciendo...”se supone que soy Médico...terminé el año pasado...”. Explica que se aburre, que ya no lo divierte salir como antes y conocer chicas; que se siente torpe y no sabe qué decir cuando está con una chica. Aclara que él era un “vago”, que antes no le pasaba, que siempre había alguien que le gustaba. Refiere que está en un momento de transición porque está haciendo el internado y todavía no tiene la matrícula y no puede trabajar como Médico, pero tampoco está estudiando para el examen de residencia y no sabe hacer otra cosa que rendir exámenes, como ha hecho en los últimos diez años; su tiempo lo pautaba las fechas de los exámenes y ahora no tiene esa exigencia.

S, 26 años, Lic. en Diseño de Interiores ha conseguido su primer trabajo profesional y continúa viviendo en el departamento que ella y sus hermanas mayores han ocupado desde que comenzaran a estudiar en Buenos Aires. Su novio se recibió y regresó a la ciudad de donde ambos eran oriundos. Las dos hermanas ya han partido y ella continúa viviendo sola en el departamento que considera “su lugar”. Plantea que tiene terribles discusiones con el padre, quien “se instala en mi casa cuando viene y me invade”. Cortó su relación de noviazgo decidida a establecerse en Buenos Aires. No había iniciado relaciones sexuales por motivos religiosos. Comienza a salir con las amigas, va a bailar, descubre “la noche”, fumar marihuana y tomar alcohol. Inicia una relación con un joven adicto cuatro años menor con quien inicia RR.SS.

Y, 22 años, abandonó la carrera de Medicina que intentó durante tres años con relativo éxito pero sin ningún interés. Se siente angustiada, llora, se siente desolada. No sabe qué quiere estudiar; no sabe si quiere estudiar; no quiere volver a su ciudad de origen, sino vivir en Buenos Aires...” ésta es la época de ir a Buenos Aires y yo quería esto...vine con todas mis amigas...pero Médica...creo que no...yo quiero estudiar acá...pero no sé qué...yo quiero quedarme acá...”.

J, 25 años, próximo Abogado, estudiante exitoso, tiene dificultad para relacionarse con mujeres...”tengo miedo a concebir sin desear (un hijo) o a contagiarme una enfermedad mortal... por eso hace años que no salgo con nadie... me siento solo...”.

L, 25 años, promedia la carrera de Psicología, refiere que ...”me atrasé mucho en la carrera porque me sentía una burra...yo estaba sola y lloraba todo el día y llamaba a mi mamá por teléfono y ella me decía que me volviera, que si era demasiado, estudiara peluquería...”.

C, 31 años, Médica, regresó a vivir a la casa de los padres luego de recibirse a los 28 años; rompió con su novio y comenzó inmediatamente una nueva relación. Al momento de la consulta está embarazada, ha dejado de trabajar por su condición, no sabe si vivirá con su novio, no lo han discutido. El ex novio continúa llamándola; ella no le ha dicho que tiene una nueva pareja y espera un hijo; refiere...”cuando corté con J mi mamá se puso como loca...decía que lo de ella no terminaba nunca ...que tenía que empezar todo de nuevo...después me echó...me dijo que me fuera...que cuando me separé de mi primer novio, traje un perrito...del segundo, una gata...y ahora, un bebé... quiere que me vaya...no le importa nada lo que me pasa...”.

En todas estas viñetas llama poderosamente la atención la edad de los jóvenes. Son adultos, profesionales, tienen la edad de sus padres cuando conformaron sus propias familias o más, tienen mejor nivel educacional; poseen un standard de vida que sus padres tardaron en adquirir, tienen acceso a una información que sus padres conocieron posteriormente y quisieron brindar a sus hijos porque la consideraron fundamental para su desarrollo y mejor inserción social. Sin embargo, su comportamiento parece congelado en una adolescencia que se ha prolongado indefinidamente. Se plantean cuestiones acerca de su sexualidad, del tipo de compromiso que desean con una pareja, sobre la inserción profesional y laboral, expresan la famosa brecha generacional con discusiones y reclamos hacia el mandato familiar del que desconocen si quieren o no hacerse cargo y en el cuestionamiento al estilo de vida de los padres. Estos jóvenes parecen estar gritando a sus padres el reiterado ”no te metas en mi vida” con el que los adolescentes establecen violentamente un límite a lo que consideran injerencia paterna en su incipiente autoatribución de autonomía. En una etapa en la que aún son dependientes emocional y económicamente, a los 18 años los jóvenes comienzan a ”probar” las condiciones del mundo en el cual van a insertarse y miden la distancia que los empieza a separar del modelo familiar legado por los padres; se entrenan en este camino sinuoso que los llevará a la incorporación de pautas que les permitirá finalmente autorregularse y establecerse como jóvenes adultos. Descubren la necesidad de ser independientes económicamente y se plantean cómo lograrlo. Se dan cuenta que la “vida” en la que no quieren que se metan los padres tienen que gestarla como propia y que en esta transición ésta aún es la “vida” de la familia que conformaron sus padres. Si este camino de entrenamiento es exitoso, progresivamente deberán dejar de ver el mundo a través de los ojos de sus padres y de pelearse defendiendo a los gritos el precario y transitorio espacio personal que van gestando para acceder a sus propios logros. Simultáneamente y como condición para que esto ocurra los padres deben ir avalando la construcción de este espacio, sintiendo a la vez que su legado construye un mundo seguro y posible para sus hijos. Los padres deben aprender a leer en el comportamiento de los hijos cómo su generosa oferta de cuidado y protección deviene en el logro de sus habilidades para poder autogestionar su propia autonomía y su diferenciación. Deben encarnar el viejo postulado de criar hijos ”para que se vayan” y para que construyan su propia vida. Y los hijos se irán, pero sólo con la ”venia” de sus padres, a la vieja usanza. Saldrán al mundo bajo la mirada aprobatoria que los padres tendrán de haber cumplido con su cometido en darles elementos para que los puedan usar fuera de su supervisión. Si esto no ocurre, si los padres, muy temerosos o controladores no obtienen seguridad observando el comportamiento de sus hijos y, contrariamente, consideran que deben continuar brindando cuidados que privilegien indefinidamente la función de nutrición, contribuirán con la prolongación de esta etapa de transición, la adolescencia, la de entrenamiento si se quiere, donde los adolescentes prueban sus fuerzas para usarlas luego en un mundo seguro. Lo que podría suponerse apoyo económico y sostén emocional para esta etapa de “vivir solos” como pista que facilita el despegue de un vuelo controlado, se convierte entonces en un entorpecimiento, en la amplificación de la dependencia infantil, imprescindible en la crianza de niños pequeños pero excesiva durante esta transición. Esta forma de vinculación parento-filial, de aparente empuje hacia la adultez, contribuye paradójicamente con la estabilización en un estadío de infantilización que estallará violentamente diez años más tarde y se expresará en los jóvenes a través de inseguridades, temores, fracaso en la inserción profesional, angustia frente a las relaciones de pareja, inhibición o promiscuidad sexual, en suma, un comportamiento anacrónico de “adolescentes de treinta años” que dan portazos y no terminan de irse de la casa de los padres ni de acceder a los logros de la adultez.

El proceso terapéutico


El trabajo terapéutico se centrará en la coconstrucción de realidades alternativas (Andersen T., 1995) con foco en un proceso psicoeducativo y gran énfasis en la persona del terapeuta como modelo de vinculación adulta. El terapeuta deberá crear un contexto donde sea posible “conferir poder”, como los padres de antaño “daban la bendición”. Estos jóvenes niños reclaman una suerte de acompañamiento tranquilizador que los ayude a completar un definitivo y exitoso pasaje a la adultez. Presentan una genitalidad adulta, son profesionales, ya no son niños y demandan sin embargo un acompañamiento del que puedan proveerse de herramientas que les confieran seguridad. Si el trabajo de los padres puede expresarse en la metáfora de “dar la bendición” a los hijos, para que abandonen la casa familiar imbuidos de la autoridad que ellos les han ido delegando y munidos de la responsabilidad con que habrán ido construyendo pautas de autorregulación, el proceso terapéutico deviene una “experiencia piloto” donde nuevamente deben entrar en contacto con el mundo de los adultos pero en el marco de una experiencia controlada, segura y no inhibitoria, donde podrán encontrar la adecuada frustración a sus fantasías de omnipotencia en un ámbito confiable que, esta vez sí pueden desafiar, dado que no hay lealtades en juego. La vinculación terapéutica ha sido elegida por el joven; debe resultarle por tanto confiable y no inhibitoria; si el sistema terapéutico efectivamente se conforma se convertirá éste en el ámbito donde podrá poner en práctica los desafíos que en la relación parental están signados por la imposibilidad. Un abierto desafío a los padres está vedado, so pena de ser acusado de “alta traición“ y castigado con la expulsión pero también con la pérdida del amor incondicional, con lo cual la culpa de llegar a ser el responsable de romper la lealtad lo inhibe de todo intento. Así, la relación terapéutica se convierte en el ámbito que confiere libertad para experimentar la confrontación con un adulto. El terapeuta es también un profesional, como ellos lo son ahora luego de haber concluido exitosamente la etapa de “ir a Buenos Aires” y tiene la edad de sus padres. Si los jóvenes logran sentirse confiados y se conforma un ámbito seguro y desinhibitorio pueden encontrar un adulto con quien confrontar sin poner en juego el amor y la lealtad. La relación terapéutica puede favorecer un pasaje controlado entre el mundo sobreprotegido de la infancia y el de los adultos que avisoran intimidante. En la consulta los jóvenes demandan “permisos” para actuar y se quejan de sus temores y dificultad en sus relaciones interpersonales. La combinación de proceso psicoeducativo centrado en qué hacer - cómo hacer - dónde hacer - cuándo hacer, junto con el proceso de EMPOWERMENT centrado en la persona del terapeuta que confiere autoridad, favorecerá la creación de un contexto en el que un adulto con el que el joven puede identificarse lo ayuda a entrenarse en la adquisición de habilidades para insertarse finalmente en el mundo de los adultos al que pertenece por su edad, pero del que emocionalmente se siente ajeno. La paulatina transferencia de poder y seguridad que debe realizarse durante el proceso terapéutico tiene como finalidad conferir entrenamiento para utilizar los propios recursos en un ámbito controlado, confrontando sin riesgos con un adulto al que pueden tomar como modelo, sin riesgos de ser “expulsados” del mundo conocido y condenados a una suerte de “muerte civil”, estableciendo así una ruptura con relación a la pauta relacional conocida adulto protector-niño protegido. El terapeuta coconstruirá junto a los jóvenes una nueva narrativa (Anderson H., 1996) para lograr su efectiva capacitación como sujetos activos al implementar técnicas de “empowerment” (Diez F., 2000), orientadas a conferir poder o “revalorizar” a las personas implicadas en un problema para que desarrollen su capacidad asertiva. Un sistema terapéutico conformado con estas características permitirá entonces superar la situación paradojal en que los jóvenes se sienten atrapados: habiendo cumplido con el mandato familiar de “ir a Buenos Aires” para estudiar y ser al momento de la consulta profesionales, no pueden apropiarse de su elección y convertirse efectivamente en jóvenes adultos so pena de “traicionar”el amor de los padres y la lealtad a los valores familiares. Esto es, no pueden diferenciarse, sino que se sienten obligados a continuar con la elección que los padres han hecho para ellos, no pueden terminar de cumplir con el mandato. El mandato es de hecho incumplible, ya que una vez concluida la carrera y el período de “ir a Buenos Aires”, se exige fidelidad (al mandato) que continúa vigente en términos de esperar la palabra paterna para actuar. En estos términos, la experiencia de haber vivido fuera de la casa familiar no implica autonomía. Así, la adolescencia no deviene el pasaje hacia la adultez sino que comporta una dinámica centrada en la estabilización de los valores familiares cuyo cuestionamiento a través de un abierto desafío es sancionado con la pérdida del amor y, por tanto, con la pérdida de la financiación que posibilita la estadía en Buenos Aires y el pago de los estudios: para poder “ir a Buenos Aires” deben “quedarse junto a los valores familiares”; para poder diferenciarse deben ser leales; para poder ser autónomos deben realizar el mandato familiar.

El sistema terapéutico deviene entonces un espacio de libertad en el que es posible metacomunicar acerca de la contradicción en la que parecen estar inmersos los jóvenes; crea un contexto desinhibitorio que permite disolver la paradoja que constriñe e impide confrontar; favorece, en suma, la coconstrucción de una relación con un adulto facilitadora de una vinculación modélica que resultará en que los adolescentes cronificados que consultan se transformen en adultos a través de la práctica de lo que estaba vedado hasta entonces: un abierto desafío que no pone en juego el amor y la lealtad y permite el ejercicio franco de la autonomía y la diferenciación con relación a los valores y creencias de la familia de origen.





BIBLIOGRAFÍA


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*Luisa Rosenfeld, Dra. en Psicología UBA
Lic. en Psicología UBA
Posgrado Psicología Clínica con Orientación Sistémica UBA
Dra. en Psicología UBA
Docente UBA
Docente UB
Perito Oficial Tribunal de Familia Departamental Lomas de Zamora SCJPBA
Perito Oficial Asesoría Pericial Departamental Lomas de Zamora SCJPBA
Mediadora Familiar

1 comentario:

Anónimo dijo...

Whenever the telephone rang while having sex, nine percent of respondents say they check who the caller
was, five percent stopping to take the call.

Even with the similarities, women tend to use sex for power, control
and attention. She will tell me what she wishes to do and ask me if that
is OK with me.

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