Quiero introducir una pregunta: ¿intersectan la
psicoterapia y el género?
Aceptar que sí nos obliga a revisar la relación entre
las condiciones de vida de las personas en tanto mujeres y en tanto varones, y
la importancia que esto tiene para su salud mental. También nos remite a
considerar los distintos efectos que provocan en sus pacientes los
psicoterapeutas cuando son varones con respecto a cuando se trata de terapeutas
mujeres. En nuestra cultura no tenemos muchos ejemplos de modelos alternativos
de destinos de las mujeres en las generaciones que nos anteceden, la búsqueda
de modelos parece ser una necesidad en la especie humana: observamos automáticamente
cómo solucionó, o qué hizo algún congénere con el mismo problema. Desde este
punto de vista, entonces, ¿qué papel juega el operador o la operadora en salud
mental? ¿qué diría o aportaría para ayudar a la persona que pide ayuda? ¿se
constituye en un modelo?
El énfasis sobre las condiciones de
vida en el entorno sociocultural de cada persona también conmueve los cimientos
de las concepciones en relación a la salud mental, habitualmente ligadas a los
sistemas de pensamiento médicos. Surgen problemáticas que tienen que ver con
las adicciones y los abusos, conductas que pasan de una medida: la adicción a
la comida, a la bebida, a las drogas, al trabajo, a conductas abusivas hacia
los demás, al amor, etc. Toda esa gama de conductas nunca tuvo respuesta ni
como conceptualización ni como resolución desde ninguna disciplina heredera de
la medicina. ¿A qué disciplina corresponden entonces?
Supongamos que aparece un sujeto con
conductas “raras”, que podrían llamarse desde un diagnóstico de la psiquiatría clásica
esquizofrénicas. ¿Qué respuesta
social encuentra? Ha habido una revisión muy grande de lo que eran las
propuestas provenientes de la psicoterapia y de la psiquiatría clínica, desde
mediados de este siglo hasta ahora. Hay, inclusive, experiencia en una práctica
pública de cierre de manicomios, como ocurre en Italia, donde hace ya más de 10
años que se promulgó la Ley 180 (Ley Basaglia), a partir de la experiencia
exitosa de un centro de salud mental de la región de Trieste. Pero, en esa revisión, ¿qué pasa con las
mujeres? En 1981, dos psicólogas napolitanas (Elvira Reale y Vittoria Sardeli)
cuentan su particular experiencia con la aplicación de esa ley. Cuando llegan a
Nápoles los edictos por los cuales los psiquiatras deben externar a los
pacientes internados, ellas se encuentran con un fenómeno que les llama la
atención y que después ven replicado en los otros manicomios del país: los
psiquiatras deciden seguir la ley para los varones así como también para las
mujeres, sólo si tienen menos de 15 años y más de 45 años de edad. ¿Por qué toman
esa decisión? Declaran ellos que deben cuidar de que esas mujeres locas no
queden embarazadas. ¡Las mujeres quedaban internadas pese a la ley! ¡Los
varones, médicos, asumían responsabilidades y tomaban decisiones sobre la
capacidad reproductiva de estas mujeres sin siquiera cuestionárselo ni mucho
menos preguntárselo a las protagonistas!
¿Otra psicología?
La construcción de otra salud mental
para las mujeres surge a partir de preguntarse y preguntarnos si las
construcciones psicológicas acerca del desarrollo del sujeto son o no aplicables
a varones y mujeres. El problema no es sólo la construcción a nivel teórico.
Todas las personas construimos ideas acerca de qué es sano y qué es enfermo, y
programamos conductas en función de tales construcciones. Personalmente, aún
cuando estoy alerta para revisar mis propios sesgos sexistas me encuentro a
veces con algunas ideas que supongo de validez “neutral” y sólo al
confrontarlas con la pregunta ¿es igual
para las mujeres?, tomo conciencia de la diferente realidad de nuestras
condiciones de vida.[1]
Es a nivel práctico que surgen las suposiciones de igualdad y las actitudes
diferentes que nos pasan inadvertidas. Consultan mucho más mujeres que varones.
Muchas veces para que él cambie o para que él se sienta mejor. Ellas
habitualmente se reprochan algún error. Ellos habitualmente reprochan a
ellas algún error… La lista de diferencias en el consultorio puede ser
interminable.
¿Otra construcción del sujeto?
Freud, E. Erikson y algunos otros
autores desarrollan teorías acerca de cómo un sujeto se va construyendo. Sus
teorías han sido adoptadas por nuestra cultura de tal manera que a veces nos
olvidamos de que son solamente teorías; las creemos VERDADES. Esas conceptualizaciones parten de
imaginar para el sujeto un recorrido que va desde la fusión con su madre hacia
la autonomía. La metáfora biológica ontogenética, de lo indiferenciado a lo más
diferenciado resulta muy poderosa; vale la pena analizar sus consecuencias.
Gran parte de nuestra idea de salud tiene que ver con recortes y autonomía, y
gran parte de nuestra idea de enfermedad tiene que ver con la idea de fusión, es decir, estar indiferenciado
de otro/a. Resumiendo: las dimensiones indicadoras de salud de un individuo,
desde algunas concepciones del desarrollo de autores muy acreditados en el campo
de la psicología, son la autonomía, la independencia, el recorte, la tendencia
hacia la separación y el desprendimiento.
Pero ¿es realmente así? O, como opinan
muchas voces desde posiciones cuestionadoras, ese énfasis en el polo autonómico
de una escala de conductas es producto de una mirada sesgada en la dirección de
privilegiar una forma de socialización que nuestra cultura destina sólo para
los varones de la especie pero no para las mujeres.
Papel del género en esta revisión
El cuestionamiento de género apunta a
problemas cruciales en esta definición de los caminos de salud mental. Hemos
visto construcciones que toman como paradigma de lo humano una noción de varón
ideal, al menos lo que cada cultura cree que es el ideal de varón para su
época. Nos preguntamos en qué medida estas teorías acerca del desarrollo humano
que se están refiriendo sólo a uno de los seres representativos de uno de los
sexos – el varón – pero no al otro – la mujer – estarían obviando importantes
consecuencias de este desbalance.
En este caso los/las terapeutas que
tomaran como inespecíficos los ideales de salud que se plantean estarían
provocando inadvertidamente un reforzado conflicto a sus pacientes mujeres, tal
como resulta de investigaciones como las de Broverman y Rosenkranz. (Ver
Apéndice)
Para la lectura de un número
significativo de terapeutas la “enfermedad” aparece adscripta a la condición de
mujer. Y, agreguemos otra consecuencia: cuando se habla de sano en salud mental
se habla valorativamente de normal, deseable, valioso (siguiendo a Rosario
Lores Arnaiz en su libro sobre las concepciones de normalidad). Para mencionar
algunas de estas consecuencias bastaría recordar que las mujeres no somos
consideradas suficientemente “valiosas” en los empleos o en la productividad
incluso en la científica) porque se sabe que, además de o que atañe a nuestro
trabajo, tenemos en nuestra cabeza lo que le está pasando en este momento a un
hijo, o a un hermano. Desde ese punto de vista aparentemente rendimos menos.
Pero ¿es porque tenemos alguna falla de concentración o porque aprendimos y nos
condicionamos a esa diversificación permanente de nuestro pensamiento, por la
que le hacemos siempre lugar a intereses vitales de otra persona?
Raíces médicas de la psicoterapia
Vuelvo sobre uno de los puntos
importantes de esta confluencia de factores de revisión: el análisis de las
raíces médicas de la psicoterapia.
La psicoterapia está enraizada en
modelos médicos y sigue supuestos propios de ese modelo. Basta para demostrarlo
el lenguaje que empleamos en el que tenemos que definir conceptos como “salud”,
enfermedad”, “curación”, “alta”. También este código pertenece a la metáfora
médica. Podemos entonces suponer que estamos en el terreno de las ciencias
“duras” de alta predictibilidad, como las físico-matemáticas, y atribuirle a
nuestras ideas un valor de hecho real.
Si, en cambio, consideramos que estamos
en el terreno de las construcciones, las definiciones y las metáforas, vamos a
reconocer que cada una de estas ideas está formulada por algún sujeto que
expresa su punto de vista. En ese caso vamos a registrar nuestra propia
participación y nuestra propia responsabilidad en la elección de la teoría que nos
es más afín. Esta posición hace que nuestras ideas sean muy discutibles:
ciertamente, no les adjudica valor de VERDAD. No nos da certeza sobre lo que pensamos.
Nos introduce la DUDA y la humildad de la opinión.
Por otra parte, sabemos que la Medicina
lidia con el DOLOR (doxa) y con la MUERTE y que, al ser éstos terrenos de difícil acceso,
resulta tranquilizador delegárselos a otra persona a quien adjudicamos un saber
que no tenemos. Pero eso de ninguna manera implica que ese otro individuo tenga
más acceso a los códigos de esos terrenos que nosotros/as mismos/as. Desde esta
idea propongo pensar que los fenómenos del malestar y la “cura” se relacionan más
con las construcciones lógicas que las personas compartimos o no, incluido el
pensamiento de tipo religioso y las construcciones sociales de identidad de
género, que con los abordajes “científicos” que proponen los sistemas
bio-médicos.
Una anécdota ilustrativa que en su
momento nos asombró y nos puso claramente en el camino de estas cuestiones fue
la que nos consultó como equipo de Terapia Familiar en 1981 a raíz de la
conducta de su hijo mayor, un muchacho de 28 años que no trabajaban estudiaba y
tenía conductas agresivas y autistas (diagnosticado como “esquizofrénico”). En
la primera entrevista el padre comienza a explicar las razones que los traen a
la consulta. La madre da una versión algo diferente, que el padre rápidamente
desestima. La madre reacciona enojada y aclara que ella accedió a venir pero en
realidad estaba resignada a las conductas del hijo porque “ésta es la voluntad
de Dios”. ¿Cómo puede continuar esta conversación? ¿Qué terapeuta puede
desafiar la voluntad de Dios? Nuestra intervención fue declararnos doblemente
preocupados. Primero, por no poder hacer nada si ellos estaban seguros de que
esto era lo que Dios quería, aceptando el poder de Dios como superior al
nuestro. En ese caso tenían ellos que definir su seguridad acerca de Esa
Voluntad ¿? Segundo, porque en el equipo ese día estaba ausente una de las
terapeutas supervisoras que era la “experta en Dios” (la Lic. Silvia Crescini,
terapeuta del equipo que se interesaba mucho en cuestiones religiosas, estaba
casualmente de viaje, ausente en esa entrevista). Para nuestra sorpresa la
familia aceptó trabajar toda esta propuesta y quedó a la espera de la autoridad
de la experta en quien delegaban un saber que, desde otra lógica, resulta
incomprensible. ¿Quién sabe acerca de Dios? ¿Quién sabe acerca de la Muerte?
¿Quién tiene autoridad para responder?
Algunas construcciones acerca de la psicología de la
mujer
¿Cómo conocemos acerca de los varones y
de las mujeres? ¿Cómo y en qué la psicología ha contribuido a este
conocimiento, al significado del género en la vida de todos los días de los
varones y de las mujeres? Algunas autoras aportan elementos muy valiosos para
esta construcción, que difieren de las que, en su momento, aportó la escuela
psicoanalítica de Freud y sus discípulos. Jean Baker Miller[2]
formula en 1986 una teoría acerca de cómo se gesta la identidad de las mujeres,
identidad que configura un self – en
relación. Ella y su equipo proponen una idea explicativa del modo en el que las
mujeres crecemos conservando una forma particular de “individuación” que no nos
aleja de los vínculos sino que, por el contrario, nos hace ir creciendo con
ellos. Su idea es que, por diferentes motivos, a los varones se les estimula a
desvincularse y a suponer que su self
se reconoce en tanto se des-pega de las otras personas.
Para Carol Gilligan (1982) las
diferencias en la identidad del self
llevan a diferencias cognitivas en la adquisición de una organización del
conocimiento y específicamente en el razonamiento moral. Gilligan y también
Nancy Chodorow (1978) nos muestran cómo criamos a las mujeres para criadoras;
por lo tanto nuestras hijas aprenden en continuidad este rol. También ellas
proponen una puesta entre paréntesis de las construcciones sobre salud mental
que circulan desde los modelos psicoanalíticos, sistémicos y gestálticos,
teniendo en cuenta que a veces estos modelos no discriminan entre sujetos
varones y sujetos mujeres. Afirman que, aún teorías que sí hacen estas diferencias,
proponen, sin embargo, el mismo diseño y la misma metodología de intervención
para unos y otras. En cambio, autoras como la citada J. B. Miller, Harriet Lerner,
Rachel Hare-Mustin, E. Reale y V, Sardelli, para mencionar sólo algunas,
relacionan sus representaciones del género mujer con propuestas terapéuticas
específicas, coherentes con su perspectiva.
Características y funciones propias de las mujeres
Miller y su equipo
proponen pensar que las mujeres, a partir delmodo en que somos socializadas,
desarrollamos una función muy compleja entre las funciones humanas, la EMPATIA. ¿A qué llamamos empatía? Es la capacidad de ponernos
en los zapatos de otra persona y, entonces, de resonar junto con esa persona.
Describen cómo nos vamos entrenando y sensibilizando en relativizar nuestra
propia tendencia a autocentrarnos, balanceándola con la actitud de centrarnos
en las demás personas. Obviame3nte esta capacidad empática posibilita las
funciones de crianza. Y también obviamente, todas estas autoras cuestionan la
idea de una natural posibilidad de las mujeres de maternar desde una adaptación
biológica. Alojar un bebé dentro del útero no nos predispondría en forma
automática. Más bien la posibilidad de poder comprender profundamente lo que
otra persona está sintiendo, de identificarnos y de resonar es, en realidad, un
proceso muy complejo que se aprende.
Básicamente, ellas rescatan el valor de la empatía. Habitualmente, esa conducta
que aprendemos las mujeres aparece desvalorizada, en un lugar bajo en la escala
de valores relacionados con la salud.
Miller llega a decir que la humanidad
se sostiene gracias a los aprendizajes empáticos de las mujeres y que, en la
medida en que estas estereotipadas construcciones de género persistan tal como
están, desgraciadamente continuamos reproduciendo el modelo por el cual los
varones des – aprenden empatía, mientras sólo las mujeres la practicamos, aún
cuando la posibilidad de aprenderla la tenemos todos los seres humanos.
Desafiando los estereotipos de género
Todos los sujetos humanos tenemos una
gran variedad de conductas posibles. Los modos estereotipados de ser varones y
de ser mujeres que nos impone la cultura (los estereotipos de género) son
responsables de algunas limitaciones a nuestras capacidades. Para que tengamos
conciencia de las alternativas a nuestro alcance resulta fundamental el
cuestionamiento de los mismos como parte de los procesos psicoterapéuticos.
Pensar que “la psicoterapia tiene género”[3]
nos permite tener en cuenta este factor y estar en condiciones de implementar
intervenciones relacionadas con la experiencia de cada persona en su
socialización de género. Sería redundante describir el contenido concreto de estos
mandatos. Cualquiera pude recrearlos tan sólo con que se pregunte ¿qué es una
mujer? O, ¿qué es un varón?
¿Mujeres enfermas o mujeres en busca de alguna
alternativa a su condición?
Sin renegar de los avances de las
ciencias médicas y psiquiátricas, E. Reale y V. Sardelli (italianas), así como
muchas otras colegas estadounidenses proponen poner los diagnósticos
psicodinámicos y psiquiátricos de sus pacientes entre paréntesis. En la medida
en que relacionan la aparición de conductas sintomáticas con las condiciones de
opresión de las mujeres, ellas piensan que una intervención respetuosa de su
persona, que jerarquice los elementos de su malestar, debe apuntar a que la
mujer realice cambios concretos en su forma de vida[4]
Dicho de otro modo, o ayudamos a la mujer a adaptarse y a recuperar la
anestesia, que es lo que seguramente ella no puede hacer cuando afloran los
síntomas, o hacemos con ella un camino que lleva a la conciencia de las
condiciones de su vida en esta cultura que no la incluye ni la representa salvo
como alteridad del varón.
También es importante poner en
evidencia los efectos de algunos mensajes. Para las mujeres que nos consultan
resultan de mucho peso los pensamientos y la conducta de sus terapeutas. Si
los/las terapeutas creemos (nuestro pensamiento) en la existencia de un sujeto
normal psicológicamente, y ese sujeto, de acuerdo a nuestro aprendizaje
científico en la carrera que hemos seguido, sin que lo advirtamos, sólo está
representando al varón de nuestra cultura, es muy probable que veamos a nuestra
consultante mujer como “enferma” o “loca”, ya que no va a ajustarse a los
elementos de la descripción de normalidad de nuestro paradigma. Acto seguido,
estaremos actuando (nuestra conducta) en consecuencia con nuestra apreciación,
rotulando su conducta y proponiendo para ella algo que la acerque lo más
posible a esa imagen de “normal”. La consecuencia de esto sobre la mujer
consultante puede ser re-confirmarle su inadecuación, su condición de “enferma”
y, por lo tanto, de que lo que siente y le pasa no tiene una racionalidad
compartible por otras personas.
Si observamos redundancias como en
cualquier ciencia, una de las más importantes que encontramos es que las
mujeres son las clientes mayoritarias de los consultorios psicológicos: el 75%
son consultas de mujeres. Si preguntamos a un/una terapeuta ¿le consultan más
mujeres que varones? Todos van a responder que sí. Y si se le sigue preguntando
¿por qué piensa que le pasa esto? dicen que porque las mujeres están más
motivadas a pedir ayuda, que ellas son más permeables a pedir ayuda que los
varones, quienes creen que deberían curarse solos. Podemos pensar otra
respuesta y es que las mujeres son quienes están experimentando más claramente
el malestar frente a este orden desigual y que el campo de la consulta
psicoterapéutica es propicio para la expresión y derivación de este malestar.
No estoy presuponiendo que el orden desigual no afecte también a los varones,
pero ellos cuentan con nosotras las mujeres para aliviar su malestar y
recuperar su autoestima. Casi estamos entrenadas para ser sus terapeutas
“naturales”. Mientras tanto, las mujeres acuden masivamente a los consultorios.
Algunos ejemplos para repensarlo:
Ø
Concurre
una señora a consulta porque se siente mal y enumera: tengo marido, una hermosa
casa, hijos ya crecidos, servicio doméstico; hago lo que quiero, pero me siento
mal. Para entender cuál es la insatisfacción de la señora y cuáles son los
elementos de la organización de su vida que deberá revisar, tenemos que pensar
algunas cosas acerca de las mujeres y su entrenamiento maternal. Cualquiera que
cuida un bebé sabe que es importantísimo decodificar correctamente qué es lo
que quiere el bebé porque éste va a sobrevivir en la medida en que alguien
entienda qué necesita. Y son las mujeres quienes reciben entrenamiento para
desempeñar aquellas tareas que aseguran la reproducción de la especie. Pero el
sujeto bebé necesita tales atenciones y tales capacidades de ser entendido sólo
por un corto tiempo de su vida; de hecho, si usufructúa de esos privilegios por
más tiempo, va a estar abusando de su cuidadora. Vemos, en el terreno de los
abusos, que uno de los abusos más frecuentes es el que se hace de las funciones
de la madre. De sus consecuencias resulta que los hijos quedan con la
expectativa de que pueden abusarse de una persona o abusar de sustancias,
vividas como indispensables, aunque ya no sean más bebés. A su vez, nuestra
identidad de mujeres queda ligada a la maternidad de tal modo que cualquier
mínimo cuestionamiento a nuestro valor como madre nos equivale a una gran
descalificación. Si tal ha sido nuestra dedicación fulltime, si a ella se nos ha encaminado aún bajo amenazas
terroristas (de algunos pediatras y psicólogos) de producir enfermedad mental
en nuestros hijos en caso de que esa dedicación fuera insuficiente, ¿quién es
una mujer cuando esa tarea deja de tener vigencia simplemente porque ella ha
sido exitosa y sus hijos han crecido? ¿De qué le valen otros elementos de su
vida si los indicadores de valor para ella (juventud, belleza, aprobación
social por el día a día de su tarea maternal) ya no están?
Ø
Una
mujer dice al pedir ayuda: “acabo de ganar un juicio de divorcio en el que
estuve peleando la tenencia de mis hijos y ahora que la tengo no la quiero. Me
siento loca, nadie me entiende, pero, finalmente, mis hijos no hacen nada de lo
que les pido, estoy harta de ser el “forro” de la casa, el felpudo de todos. En
este momento en que por mi derecho los gané conmigo, no quiero convivir más con
ellos, quiero que vivan con el padre. Y ahora el padre me dice ¿estás loca? Ella también se preguntaba:
“¿estoy loca?”
Socialización de las mujeres. Entrenamientos
¿Qué nos pasa a las mujeres? El
colectivero nos contesta mal y nuestra autoestima cae al suelo de golpe. Una
metáfora útil para entendernos es la siguiente: en principio, nos miramos poco
para adentro porque nuestro entrenamiento es para estar muy pendientes de otras
personas, que son quienes nos miran desde afuera, con lo cual lo que miramos es
la mirada de otra persona sobre nosotras; nos entrenamos en leerle la cabeza a
la otra persona en función de qué espera de nosotras, qué evalúa de nosotras,
qué aprueba, qué no, como si fuéramos monitores. Nos entrenamos en ser
monitores mientras otra parte de la especie se entrena en manejar la cámara.
Así es que, por no mirarnos, no terminamos de saber lo que queremos y, además,
por ejemplo, aprendemos a circular por el mundo sin contrariar ni molestar a
las demás personas. Sin duda esto nos produce un efecto destructivo en la
acción, en el pensamiento y en la emoción, y forma parte de las cuestiones que
nos enferman.
En los tratamientos a veces
recomendamos seguir programas de contra-entrenamiento: seguir el ejemplo de hoy debo molestar una vez al día a
alguien, que apunta aprender a enfrentar las consecuencias del molestar. Suponemos que si molestamos
vamos a recibir un castigo social muy fuerte como el de no ser queridas, ser
rechazadas, ignoradas, eliminadas o anuladas. A lo largo de la historia de la
humanidad hay demasiados ejemplos de mujeres castigadas por desafiar ese
mandato. Pero así y todo es importante hacer un testeo de los efectos de un
cierto rango de molestia. No siempre es tal como imaginamos. Hemos aprendido a
condicionar nuestras opciones a esta extorsión afectiva, pero aún cuando no nos
aprueben tanto, esta restricción no es positiva para nadie. “A alguien no le gustó algo mío y lo que
siento es una especie e harakiri emocional” dice otra mujer reflexionando
en un grupo sobre este tema de “molestar”. Esto produce un desgaste de energía
por tener que obrar en función de que este supuesto daño no se produzca.
Papel del malestar
El libro El malestar silenciado,
que compilamos y escribimos en 1991 con la psicóloga A. M. Daskal, expresamente
lleva este título porque consideramos al malestar un elemento fundamental para
entender la salud mental de las mujeres.
Recuperar el malestar frente a lo que
nos duele, nos ayuda. Si no lo hacemos
persiste la anestesia, es decir, seguimos sin ver, anulando nuestra capacidad
perceptiva, evitando los conflictos y permanentemente renunciando a nuestra
propia posición. El malestar es una señal, un semáforo. Pero lo minimizamos ya
que, a la vez, gran parte de nuestra socialización tiende a enseñarnos a que
nos ocupemos de eliminar los conflictos, que molestan.
La imagen de cómo construimos nuestro self es la imagen de una función (no una
persona) destinada a ayudar a que sobreviva un ser totalmente indefenso de la
especie. Entonces, ¿cómo vamos a provocar conflicto si, en realidad, somos
cuidadoras de sobrevivencia, cuidadoras de estabilidades?
Parte de este entrenamiento de las
mujeres es el desarrollo de un alerta cuidador, una especie de mirada atenta a
evitar destrucciones. Esta mirada se extiende también sobre los sistemas, por
ejemplo, sobre la familia. Y esto confunde porque induce a cuidar a los
sistemas como si se estuviera cuidando personas.
La imagen que tienen muchas mujeres
acerca de su malestar es que ellas están haciendo un gran esfuerzo sosteniendo
algo, tal que si ellas no lo sostienen, eso se cae. Y en algunos casos es así.
Pero, en esos casos, tal vez esa organización no valía el esfuerzo que ella
invertía en sostenerla.
Para dar una idea de las formas
inadvertidas en las que las mujeres actuamos como sostenedoras, también en las
conversaciones sociales, las lingüistas como Pamela M. Fishman[5]
han estudiado este papel sostenedor de las mujeres. Esta investigadora describe
la serie de gestos y frases mínimas que las mujeres hacemos para que no se
desaliente la persona que está hablando, para que desarrolle su idea, para que
el nivel de interés en la conversación no disminuya.
Otro entrenamiento que tenemos las
mujeres para contribuir al sostenimiento de los sistemas es el de la
disponibilidad, ligado a la complacencia. Los varones aprenden una posición
negativista, que es la opuesta. Pueden no escuchar si se los llama, no
responder, no quedar pendientes de una pregunta comenzada y no terminada, es
decir, negar su participación en aquello que no les conviene. Es diferente para
las mujeres. Aprendemos a estar alertas y pendientes de los otros, a no medir
nuestra conveniencia. No responder a una pregunta, no acudir a un llamado, no
escuchar un pedido, no escuchar algo que se nos dijo, nos provoca un efecto de
autorreproche y culpabilización cuando no nos es completamente impracticable.
Si podemos, entonces, en principio, estamos dispuestas a complacer la demanda
que otra persona nos formula. Por eso se nos hace tan importante aceptar NO PODER. Es la única razón que nosotras mismas vamos a
legitimar para estar en condiciones de negarnos a complacer sin sufrir los
altísimos costos de la culpa. Pero vamos aprendiendo y desarrollando
impotencias, sin reconocer este punto estratégico de auto defendernos.
¿Por qué consultan las mujeres?
Las mujeres consultamos, desde el punto de vista de
las patologías clásicas, por depresiones, agorafobias (miedo a los espacios
abiertos), trastornos de la alimentación, trastornos corporales, y, por la
famosa consulta que hacen otras personas sobre nosotras, histeria (los
diagnósticos típicos de las “mujeres locas”).
Considero un trabajo importante
construir otro serial diagnóstico que incluya la cotidianeidad. Desde ese
serial apareció, en la temática de la violencia doméstica, un síndrome que se
llama síndrome de “indefensión aprendida”, que toma en cuenta cómo aprendemos a
ser indefensas, a no defendernos. También encontramos otros como el síndrome de
“superwoman”, el de las mujeres “dentro del bolsillo del marido”, el de las que
eligen “soluciones heroicas”, el de “las que aman demasiado”, el de las que “no
saben decir que no, las adictas a sustancias y las adictas al amor”, etc.
Psicoterapia para las mujeres
¿Qué pasa concretamente en la
Argentina? Aquí no existen servicios destinados a atender específicamente la
salud mental de las mujeres, ya que no hay conciencia de que los problemas
estén ligados a condiciones e vida determinadas por la pertenencia al género.
La única área de la medicina específica para las mujeres es la
ginecológica-obstétrica. En todo lo demás la mujer es considerada sólo una
variedad del paradigma humano, es decir, del varón. La atención de sus
consultas, en tanto los/las agentes de salud no participen de la idea de que
ellas tienen que revisar y conseguir cambios concretos en las citadas
condiciones de su vida, no sólo es deficitaria sino a veces peligrosa para
ellas.
De hecho, algunos
abordajes, en lugar de beneficiarlas, pueden perjudicarlas más, haciéndolas
sentir aún más enfermas y aún más culpables de emociones, prácticas y caminos
que han seguido según prescripciones de la misma cultura que las censura.
Por lo explicitado es muy importante
que pensemos qué enferma a las mujeres y qué enferma a los varones como
condiciones de sus vidas determinadas por la pertenencia a su género.
En general, las/los terapeutas
preocupadas/os por una práctica no-sexista sostenemos que las mujeres
necesitamos hacer algunos aprendizajes, conservando aquellas modalidades
aprendidas que consideramos valiosas (preocupación por las otras personas,
etc.) pero modificando las que nos producen perjuicios (como anteponer sistemáticamente
a las otras personas a nuestras propias necesidades, no desarrollar modos
adecuados de autodefensa, aceptar que sean otras personas quienes nos
condicionen y nos aprueben, etc.). También tenemos que incentivar algunos
entrenamientos, como el de centrarnos en nosotras mismas, poder elegir y
decidir en función de identificar lo que queremos, aprender cómo adquirir
perfiles profesionales, aprender cómo aceptar nuestro propio poder como
legítimo y valioso, etc.
Las personas que compartimos una cultura
nos estamos socializando permanentemente a nosotros/as mismo/as y entre
nosotros/as. En este sentido la participación en alguna forma de grupo de
autoayuda de mujeres, en la medida en que comparten la experiencia común de
quienes se encuentran frente a las mismas dificultades, les promueve un
aprendizaje diferente de cómo afrontarlas y solucionarlas; y esa posibilidad de
conversar entre pares resulta indispensable, más allá de que las dificultades o
los síntomas las lleven a buscar una ayuda profesional.
Como en nuestra
cultura estas instancias de intercambio social han sido desprestigiadas y
combatidas sistemáticamente desde gobiernos autoritarios es importante difundir
su valor y devolverles su dimensión de recurso social.
Volviendo al nivel de la ayuda
profesional, este tipo de consulta implica generalmente que han aparecido
síntomas, conductas indeseadas, o malestares intolerables que requieren
intervenciones especializadas. El modelo de intervención terapéutica que pongo
en práctica, al que podemos definir como individual-contextual-con conciencia
de la especificidad de género, sustentado en aportes de la terapia sistémica,
tiene mucha inspiración en el modelo de los Servizi Donne ya citados, en
formulaciones de las terapeutas del Wellesley College del Stone Centre de
Boston,
EE. UU. Todas las
autoras mencionadas cuestionan los abordajes tradicionales psiquiátricos y
psicoanáliticos, incluyen una mirada revisora feminista sobre su práctica, y
elaboran formas de intervenir destinadas a ayudar a las mujeres a expandir su
experiencia más allá de las restricciones del estereotipo ligado al rol
femenino.
Desarrollo de un modelo terapéutico no-sexista
A partir de escuchar al síntoma y a los
malestares como mensajes relevantes acerca de las condiciones de vida buscamos
producir cambios cognitivos, es decir, revisar definiciones que la persona
tiene acerca de sí misma y de las otras personas que la limitan y perjudican.
Implica cambiar las ideas, lo que a la vez produce cambios en las conductas y
cambios en las condiciones de vida indeseadas. Para todo esto es necesario contrarrestar anestesias. El fenómeno de
la anestesia a los malestares, el efecto de “lavado de cerebro” y todos los
efectos de “invisibilización” , “acostumbramiento”, “ceguera”, “negación” o
“atontamiento” se producen cuando las mujeres, como cualquier grupo social
colonizado, anulamos nuestra capacidad perceptiva para continuar participando
de sistemas en los que las condiciones concretas de vida son inaceptables.
Debido a este lavado de cerebro, por ejemplo, podemos escuchar sonriendo
chistes que denigran la imagen de las mujeres mientras negamos que eso se refiere a nosotras, y negamos el dolor que la descalificación nos produce.
También proponemos
que las mujeres obtengan logros graduales de
autoresponsabilidad,
autocuidado, autoconciencia corporal, autoridad, manejo de miedos y angustias,
tomen decisiones y adquieran conciencia de la importancia de su propio placer.
Tomemos un ejemplo en relación al tema
de los objetivos de una terapia: una mujer de 40 se presenta angustiada, sin
dormir, con pérdida importante de peso, relatando que llora todos los días. No
siempre es fácil encontrar la relación entre el malestar y un suceso o varios
que lo hayan provocado, pero, en este caso, la mujer explicita que está en este
estado desde que recibe una llamada telefónica en la que alguien se burla de
ella, informándole acerca de una infidelidad de su marido. ¿Qué pensamos y qué
hacemos? Tomamos su malestar como punto de partida y le proponemos investigar
muy a fondo aquellos aspectos de la relación con su marido que están en juego
en ese evento que la perturbó, sus propias capacidades y modalidades
defensivas, las bases de su autoestima, etc., mientras la ayudamos a buscar
formas de aliviar su inquietud y su desasosiego.
¿Cómo trabajamos?
Tomamos en cuenta los ítems siguientes:
1.
El relato que hace la paciente del malestar
o del síntoma.
Buscamos
referirlos a situaciones concretas, tal como lo muestra el ejemplo antes
mencionado. A veces los síntomas aparecen después de un tiempo, y de formas
mucho más enmascaradas, aparentemente más distantes de un significado tan obvio
como el de este ejemplo. Si el/la terapeuta busca correlacionar la perturbación
emocional con las situaciones de la vida cotidiana, va a encontrar tales
situaciones porque las va a preguntar. Si su teoría es que la mujer se siente
mal porque ella responde a la categoría de un diagnóstico particular de
personalidad, va a correlacionar su sentirse mal con esto que cree.
A la vez que registramos el contenido de lo que cuenta, cómo lo cuenta,
cómo viene, para quién es el relato, desde dónde habla (tonos, gestos,
actitudes, etc.), registramos nuestras propias imágenes, las ideas que nos
despierta, los personajes con los que asociamos, nuestros sentimientos y
valores, etc. Con respecto a la señora del ejemplo, yo tenía una ventaja que me
permitió hacer inmediatos contrastes: la había conocido en otro contexto y en
ese otro contexto ella era muy diferente, una persona llena de humor, activa y
brillante. Lo que ella escuchó por teléfono coincidía con una serie de cosas
que había estado sintiendo en relación a actitudes de su marido, que hasta
entones había minimizado y anestesiado. En el momento en que recibe el llamado
telefónico le encajan todas las informaciones que tenía suspendidas: se le
produce un registro que resulta en una crisis emocional.
2.
Observamos cuál es la explicación, cuál es
la teoría propia que la mujer tiene de lo que le pasa.
Quienes ejercemos
una práctica clínica necesitamos revisar los supuestos teóricos e ideológicos
en los que se basan las distintas intervenciones psicoterapéuticas que
aprendemos para ampliar la gama de explicaciones a nuestro alcance. Sólo con
que seamos capaces de incorporar contextos habitualmente dejados de lado (clase
social, género, raza, posición socio-económica, etc.) conseguimos que nuestras
ideas se hagan más flexibles, se cuestionen y se modifiquen. ¿Por qué es esto
tan importante?
Un/una terapeuta
puede o no sostener la misma explicación que su paciente, pero las
consecuencias son bien diferentes en uno u otro caso. En el ejemplo que venimos
siguiendo, la señora se estaba diciendo que ella ya no era lo suficientemente
atractiva para su marido como para que él la eligiera a ella. En este caso, si
el/la terapeuta también piensa que el tema del atractivo es causa tan
fundamental que justifica que un señor decida que habiendo ofertas de mujeres
de 20 años por qué va a quedarse con la mujer de 40 años (como aparece en los
chistes), va a coincidir con su paciente y a reforzar su idea, obturándole la
posibilidad de cuestionarla. Si, en cambio, es capaz de pensar alguna
explicación diferente, como por ejemplo, que el marido está vulnerable y
molesto por el paso de los años, y que ella siempre ha sido la encargada de
aliviarlo frente a las contrariedades, va a mirar este episodio como uno más en
la vida de estas personas, en el que ella juega un papel tal que a él le
devuelve intacta su satisfacción narcisística cada vez que está en riesgo de
perderla. Las explicaciones que construyan terapeuta y paciente van a ser
útiles en la medida en que logren que la señora no esté tan segura de aquello
tan descalificador y perjudicial que se está diciendo a sí misma y que le
produce tormento. Por eso el entrenamiento de los/las terapeutas en revisar los
estereotipos y mandatos sociales en muchas áreas, pero especialmente en el
género, resulta tan importante.
Así y todo, el
deslinde entre “teoría” y “realidad” no es fácil. En algunos ambientes de
Buenos Aires que responden a una cultura exageradamente psicologizada, la gente
cuenta las teorías como si fueran la realidad de lo que vive. Dicen, por
ejemplo, vengo porque “tengo un complejo de Edipo”[6]
3.
El relato minucioso de las condiciones de
su vida cotidiana actual
El tema de la vida
cotidiana es central para poder trabajar en psicoterapia. Para las mujeres, que
el/la terapeuta pueda poner una mirada sobre la vida cotidiana es crucial, ya
que ése es su ámbito habitual y el sólo considerarlo en toda su importancia les
provoca un cambio en la organización de su autoestima. Analizando ese ámbito
aparecen muchas percepciones que, de lo contrario pasan inadvertidas.
Retomando los
conceptos de “anestesiamiento” desarrollados antes, veo necesario hacer en la
terapia ejercitaciones concretas que permitan recuperar los registros perdidos.
Para contrarrestar estos anestesiamientos en cuanto al trabajo de las mujeres
de organizar la vida doméstica es frecuente que utilicemos distintas listas con
actividades cotidianas que la paciente tiene que analizar y responder según
casilleros. Formulamos preguntas acerca de cómo es que se llega a la decisión
de esa organización, cuál es para ella su gratificación, su reconocimiento, los
premios esperados y los castigos temidos en relación al cumplimiento de las
tareas listadas, etc.
Las listas, además
de la conciencia que proporciona visualizar la cantidad de tareas enumeradas,
agregan una categoría referida a quién es considerado/a responsable por ella.
Esto produce impacto particularmente en mujeres de clase media y alta, quienes,
como cuentan con ayuda doméstica paga, no advierten su dificultad en esa área.
Es especialmente
interesante examinar qué ocurre con nosotras, las mujeres profesionales.
En la medida en que nuestro trabajo fuera del hogar es fruto generalmente de un
estudio vocacional y queda ligado a algún tipo de placer, nos anestesiamos
todavía más, agregándonos culpas por aquello
que, por dedicar tiempo al trabajo, “descuidamos” en la esfera doméstica. La
mujer de clase popular tiene más conciencia de que la tarea que hace fuera de
su hogar es un trabajo asalariado, que cubre una necesidad de su familia. De
ahí que examinar las diferentes responsabilidades
en la organización doméstica nos aclara que, aunque muchas veces podemos
delegar la ejecución concreta de algunas tareas en una persona asalariada, trabajo
no es sólo el acto de ejecutar acciones. Nos cuesta darnos cuenta de la
cantidad de atención – concentración
productiva[7] que
destinamos a lo doméstico. Una parte de nuestro cerebro queda indefectiblemente
ligada a la hora en que se cocine el pollo y a si éste está sabroso o no. Las
mujeres profesionales en tanto experimentamos satisfacciones por nuestros
logros en el mundo público, transitamos por carriles que nos favorecen la negación de los perjuicios de
nuestra pertenencia al género, como el de la ilusión de que la vida profesional
nos va a beneficiar en igual medida que a los varones[8]
Palabras
de una mujer profesional: “Parte de mi concentración se dispersa porque no
puede evitar ver que la planta está sin agua, y en riesgo de morir…” Otra dice:
“Nunca tengo una conversación sin interferencias. No puedo terminar de atender
del todo y en la forma que quiero los asuntos de mi trabajo. Mi atención, si
estoy en mi casa, está en alguna cosa que no funciona y hay que arreglar”
Muchas mujeres nos
entrenamos en funcionar eficazmente con un buen rendimiento, aún con esta
atención dispersa, con un costo personal
enorme que puede tener múltiples modos de manifestarse.
Las autoras napolitanas han elaborado un
derrotero acerca de cómo nos enfermamos, una historia de la enfermedad en las
mujeres. Sostienen que, en general, antes de una enfermedad psíquica grave, las
mujeres nos enfermamos corporalmente de múltiples formas, desde tensiones,
úlceras, vómitos, hasta hinchazones y dolores extraños. En la medicina estos
cuadros nunca han podido ser caracterizados. Para colmo, la imprecisión en las
descripciones, el carácter errático, la fisiopatología menos explicable, así
como la respuesta terapéutica más relacionada con el área anímica que corporal
con la que aparecen, hace que generen una respuesta a veces hostil de parte de
los médicos a los que las pacientes recurren. Más allá de lo doloroso, todo
esto nos hace registrar la necesidad que tenemos de recuperar protagonismo y
dejar de delegar la mirada evaluadora en quienes no son adecuados para
interpretarnos y definirnos. Los varones no son necesariamente expertos en
nosotras.
4. Mandatos
y supuestos acerca de la familia y los roles familiares.
Cuestionamos los conceptos tradicionales
de madre, padre, familia, hijos, etc., promoviendo discusiones con la paciente
y entre ella y su entorno que le permitan flexibilizar ideas estereotipadas y
poner en evidencia en qué medida esos conceptos la esclavizan y restringen.
Una mujer relata dolida y atormentada que,
por más que intente modificarlo, siempre se le nota que tiene preferencia por
una de sus hijas. Supone que “una buena madre debe querer a todos sus hijos por
igual”. En este caso, la terapeuta, que ha revisado sus propios estereotipos
sobre la familia, discute con ella la validez de este supuesto.
En los países en los que podemos contar
con ayuda doméstica revemos las negociaciones que las mujeres hacen con la
empleada doméstica. Muchas veces, la contratan para que la sustituya en tareas
domésticas o en el cuidado de niños mientras ella está “trabajando” afuera.
Consideramos importante que la mujer pueda darse el derecho a algún descanso, y
aún a algún placer, para lo que necesita de su empleada más allá de cómo
sustituto para “sus” responsabilidades domésticas.
5. Relato
de la historia personal, de la infancia, de la adolescencia, de la relación con
el padre y la madre y otras personas significativas.
Una vez que los síntomas han desaparecido y
que las mujeres están aliviadas de su situación enfermante es necesario
afianzar los cambios en un proceso en el que rescaten sus propios proyectos de
vida, rescaten qué deseaban, qué querían , y cuál era su sueño con
respecto a su propia vida. Para lograrlo muchas veces hay que volver a su
adolescencia, al período en el que la “colonización” de género todavía no las
había invadido, para que el registro de “qué quiere” no sea una tarea imposible
ni una exigencia más. Necesita recordar que es lo que soñaba, qué tipos de
juego jugaba, con qué personajes se identificaba.
Hemos aprendido mucho de mujeres que han
enfermado muy gravemente y han sido internadas en el Hospital Braulio Moyano,
hospicio de mujeres en Buenos Aires. En sus testimonios encontramos que muchas
de ellas mejoraron pero no tiene a dónde volver. En muchos casos, una vez que
se fueron de su casa, el lugar fue ocupado por otra mujer, que hace las tareas
que se esperaban de ellas (consecuentemente con considerarlas sólo como
funciones, no como personas). Este desenlace trágico sirve para desmitificar el
tema de la salud mental y para recuperar el valor de los testimonios de las
protagonistas. Para algunas de estas mujeres, recordar su etapa adolescente ha
sido fundamental. En palabras de una paciente: “Todavía era una persona completa
en ese momento”.
6.
La relación pasada y presente con la madre es un tema ineludible para las mujeres que
quieren resolver conflictos a través de la psicoterapia.
Frecuentemente nuestro mayores problemas de
lealtades son con nuestras madres: qué nos enseñaron y hacia qué cosas de las
que ellas vivieron y de las que no vivieron, y nos encaminaron. Este tema, muy
difícil, nos exige revisarnos también nosotras, mujeres profesionales, para
asumir qué vamos haciendo con nuestras hijas e hijos, qué tipo de destino les
preparamos.[9]
Para modificar el arraigado estereotipo de
siglos debemos revisar las relaciones madre-hija exhaustivamente: qué le
reprochamos a nuestra madre, qué hubiéramos esperado de ella, qué exigencias de
incondicionalidad todavía tenemos, y qué demandas seguimos escuchando de
nuestros hijos.
7.
Énfasis en la relación con la terapeuta y
con la terapia.
Es muy importante lograr un compromiso de la propia
mujer consultante con su terapia, especialmente en el problema de las
relaciones abusivas que presentan un panorama muy complejo para su tratamiento.
Cuando las mujeres son abusadas y están siendo víctimas de una situación de
violencia, su nivel de compromiso con el cambio de sus condiciones de vida
suele ser pobre porque están muy comprometidas con la conservación del sistema.
Debido a muchos factores, como la dependencia económica, el desamparo social en
la crianza de los hijos, etc. temen que los cambios las encaminen hacia
pérdidas en la estructura familiar que no siempre desean. La terapeuta debe
entonces tener y poner muy en claro con su paciente la delimitación de
compromisos a asumir para no levantar banderas de la paciente más allá de lo
que ella misma las levanta y, a la vez, asegurarse de que asuma compromisos con
lo que sí va entendiendo y percibiendo de sí misma.
En las situaciones de violencia familiar intervienen
todos los miembros de la familia en un sistema de patrones de conducta
repetitivos. En algo también interviene la mujer. No en un 50% o en un 40% pero
tal vez en un 10%. Es necesario ayudarla a que ella registre y reconozca esa porción de su propia
participación para que pueda modificarla. Curiosamente, a veces el tipo de
interacción que se da entre la mujer consultante y la terapeuta reproduce la
interacción entre el marido y la mujer abusada. Es fundamental, por lo tanto,
para cortar este patrón repetitivo que el/la terapeuta sepa poner límites a su
paciente, cosa que nos cuesta a todas las mujeres, terapeutas y no terapeutas.
Analizamos el patrón interaccional que incluye a la
terapeuta.
Existen malos tratos de todo tipo: dejar plantada a la
terapeuta, no pagarle, mentirle o provocarla. La terapeuta, como hacemos las
mujeres frente al mal trato, corre el riesgo de aceptarlo porque, además de la
socialización como mujeres, como psicólogas o psicoterapeutas, desarrollamos un
adiestramiento muy centrado en las necesidades y problemas de la otra persona,
lo que no nos prepara para un proceso en el que tenemos que recuperar nuestro
protagonismo y aprender a defendernos. Y así también ayudar a quienes no pueden
hacerlo
Intervenciones
A lo largo del proceso terapéutico
buscamos producir una serie de fenómenos de legitimación que apuntan a
contrarrestar ese consenso devaluador sobre las mujeres antes mencionado, y a
que aprendamos a registrarnos y a percibir nuestro valor.
a)
Legitimamos
lo que la mujer cuenta como su malestar. Entendemos que si
ella se sintió
mal, fue por algo, aunque ella misma va a tratar de volverse atrás y de
minimizar su malestar. El malestar es central en el trabajo terapéutico. Lo
enfocamos, lo recortamos, lo valorizamos y le ponemos una lupa para
amplificarlo. Recién entones buscamos junto con ella la forma de aliviarlo.
b)
Legitimamos
la validez y la adecuación de sus reacciones. Así éstas hayan
sido pegar,
gritar, golpear, romper algo, en principio, las validamos (¿no habrá sido por
la situación lo justificaba?). Recién después de aceptarlas vemos si lo que
hizo fue exagerado a nuestros ojos y a los de ella misma.
c)
Legitimamos
lo que le es propio: iniciativas,
valores, etc.
Le legitimamos
emociones generalmente descalificadas, tales como la desconfianza que, en alguna
medida, significa asumir desilusiones. Confiar en otra persona ciegamente, más
que en una misma, es un acto bastante suicida y heroico, que no tiene por que
ser parte de las interacciones: por supuesto que, para no tener que estar
alerta las 24 horas del día, asumir esa desconfianza implica elegir
cuidadosamente los circuitos de relaciones sociales en los cuales puede
confiar. Si sentimos desconfianza en algún momento, tal vez hemos percibido
algo que tiene sentido que analicemos en lugar de auto-criticarnos. Los hijos
drogadictos suelen decir a sus padres con reproche “no me tenés confianza” y a
los padres les cuesta decirles con tranquilidad “no, no te tengo confianza” y
operar coherentemente, lo que significa a veces exigir aquella respuesta que sí
resulte creíble y satisfactoria.
d)
Legitimamos
prácticas generalmente descalificadas
como las mentiras, los
secretos, las
conspiraciones, esconder, dar vueltas, usar estrategias, seducir, pedir
seductoramente, actuar egoístamente, etc., porque, si tenemos conciencia de
pertenencia a un género subordinado, tontas seríamos si, desde nuestra
condición de oprimidas, abriéramos un juego leal y directo como si fuéramos
todos/as iguales. Las mujeres escondemos dinero, escondemos capacidades que
tenemos, hacemos cosas en secreto como estrategias
de sobrevivencia, pero después nos culpamos y criticamos. Desde la mística
de que somos tan maravillosas y tan enaltecidas como madres, perdemos
conciencia del lugar de servidumbre en el que estamos confinadas.[10]
Nos autocensuramos. Por ejemplo, ¿por
qué “chusmeamos”? Lo hacemos porque eso forma parte de la estrategia de la
servidumbre, acceder a la información por vías no oficiales.
e)
Legitimamos
que la mujer diga que “no”, es decir el uso deliberado de la
negativa. Y la
ayudamos a que lo haga desde las estrategias más hábiles, muchas veces
relatando anécdotas propias o experiencias personales. En relación a las estrategias,
cuento un ejemplo que leí en un libro de Margaret Mead ilustrando una
diferencia que ella hacía entre los rusos y los norteamericanos. Describe que
éstos últimos, para eludir un compromiso dicen “me duele la cabeza”, y que la
diferencia con los rusos es que a ellos les
duele la cabeza. Las mujeres tenemos que aprender a no ser “rusas”, y a
decir que nos duele la cabeza aunque no nos duela, para no llegar al momento en
el que sí nos duela la cabeza. Poder decir que NO es
todo un entrenamiento que requiere prácticas graduales, desde empezar a decir
“no puedo” hasta llegar, en algún momento, a decir “no quiero”. Mientras no
tengamos condiciones de igualdad no debemos renunciar a estrategias útiles. El
entrenamiento en el uso del “no” es pautado. Usamos trabajos escritos,
registros bien visibles, porque para socializarse de otra manera y entrenarse
de otra manera hay que hacerle trampas a las propias reacciones automáticas.
f)
Legitimamos
el derecho de la mujer a defenderse. Como
eso implica que
alguien va a ser
molestado o contrariado por su acción, y las mujeres tenemos justamente el
entrenamiento opuesto, a veces, se hace necesario, simplemente, aprender a
molestar. Una mujer cuenta que un amigo llama habitualmente en momentos
inoportunos. Le cuesta decirle que la molesta, sobre todo porque, en el fondo, evalúa
que “puede atenderlo”. La medida de lo que nosotras podemos corrernos a un
costado para satisfacer lo que otra persona necesita puede ser muy elástica.
Tiene que ver con un mal registro de nuestra propia molestia y del cuidado que
nosotras mismas necesitamos. Llegar a sentirnos suficientemente molestas como
para exigir cuidados es una adquisición fundamental en este proceso. No
registramos la molestia propia y sí, en cambio, la mínima cara de disgusto de
alguien. Ese entrenamiento es tan exitoso que, colocadas frente a esa mínima
expresión de disgusto, “automáticamente” nos ponemos en marcha para cambiar la
sensación de esa persona. Si queremos defendernos, tenemos que aprender a no
reaccionar automáticamente en la dirección de disminuir la molestia de la otra
persona.
Como reaseguro de
la especie, está sólo en manos nuestras que los bebés sobrevivan. Nos
entrenamos para entender a bebés indefensos, cuya percepción y cuya
expresividad acerca de lo que les está molestando es limitada. Este
entrenamiento fabuloso de las mujeres es óptimo para los bebés. Pero, para el
resto de los individuos de la especie, esto no solamente no es óptimo sino que
es perjudicial. Pasa a ser un ABUSO. Las
mujeres estamos entrenadas para ser abusadas. Esta conciencia del lugar que
ocupamos es grave. Mientras no tengamos posibilidades de dar testimonios de una
cultura alternativa, avalamos peligrosas concepciones erróneas de la cultura
hegemónica[11].
Sabemos defender a
otras personas, hijos, marido, pero, con respecto a nosotras mismas, aprendemos
a no defendernos. Leonore Walker, una autora que trabaja especialmente el tema
de las mujeres golpeadas, llama síndrome de “indefensión aprendida” a la
conducta repetitiva que observa en estas mujeres, que otros autores/as
confunden con “masoquismo”. Esta disposición no aparece sólo en las mujeres que
sobrellevan golpes en su vida matrimonial, sino que forma parte de la
socialización de las mujeres. Permitirnos que la agresión llegue más allá de
nuestros límites corporales, nos penetre, y nos intoxique como un componente
parasitario[12]. Entonces, es importante entrenarse a no
comprometer el propio self en la
defensa.
A las mujeres se
nos enseña a dejar entrar las agresiones (una mujer dice: “ya las tenemos
clavadas”) a escuchar lo que nos dicen, a tomarlo muy en cuenta. Después de
analizar el mensaje cuidadosamente, nos sentimos autorizadas a defendernos.
Para entonces ya reaccionamos tarde. Siempre sabemos después cómo hubiéramos querido
contestar. Nos ayuda a cambiar imaginarnos que, como los varones, vamos por el
mundo manejando una cámara de video. Si alguien nos arremete, lo podemos
enfocar con la cámara y, antes de escuchar o considerar lo que propone, lo
examinamos para ver si vale la pena o no tomarlo en cuenta.
Estamos
adiestradas para transformarnos en una función (en términos matemáticos) de lo
esperado por otras personas en relación a las necesidades de ellas. Nuestra
persona y nuestro “ser en función de” terminan por confundirse: si dejamos que
eso ocurra, no quedan aspectos de nuestro sí mismo que nos representen como
personas. Es necesario que, sobre esta reacción automática, pongamos freno,
rebobinemos y utilicemos otros recursos. Pero eso hay que aprenderlo.
Apéndice
Entre los/las autores/as que realizaron
cuidadosas investigaciones para tratar de evaluar y precisar la presencia de
sesgos sexistas en las definiciones con las que operan los agentes de salud
mental, los doctores Broverman, Rosenkranz, y otros/as describen un interesante
experimento. Se le pide a un grupo de terapeutas que identifique atributos de
un varón sano, a otro grupo que identifique atributos de una mujer sana, y a
otro grupo que identifique atributos de adulto sano. Y, ¿qué pasó? Los
atributos adjudicados al varón sano coincidieron con los adjudicados al adulto
sano. Los rasgos presentes en las mujeres sanas, como cierta dependencia, mucha
involucración con los problemas de las demás personas, estar más centrada en lo
que les pasa a otros que en lo que le pasa a sí misma, no aparecían como
atributos de adultos/as sanos/as. ¿Entonces? ¿Cuáles son las alternativas para
las mujeres? Si son mujeres no pueden ser
sanas.
* Autora Dra. María Cristina Ravazzola. Publicado en Capacitación
Política para Mujeres: Género y Cambio Social en la Argentina. Editora:
Feminaria. 1994. Compiladoras: Diana Maffia y Clara Kuschnir.
[1] Un terapeuta varón le propone a una mujer cuyo ex - marido se
atrasa en darle el dinero que le corresponde por alimentos para los hijos que
vayan al edificio donde vive, aprieta todos los timbres de la puerta y, con sus
vecinos de público, le reclame la deuda. El no comprender por qué ella no puede
seguir sus instrucciones, aún cuando encuentra que la idea es excelente.
[2] Psiquiatra del Wellesley College,
de Boston, Massachussets, E.E.U.U.
[3] A. M. Daskal y M. C. Ravazzola, Boletín de la Red de Salud de las Mujeres, ISIS, Chile, 1990
[4] Malattia Mentale e Ruolo
della donna, Il Pensiero Scientífico Editore, Roma. 1982
[5] Su artículo se encuentra en Language,
Gender and Society, Eds. Thorne, Kramarae y Henley. Newbury House
Publishers, Inc.. 1983
[6] Comentario personal de la Profesora Clara Kuschnir
[7] También un aporte de Clara Kuschnir
[8] Mujeres y profesiones,
comp. Beatriz Cohen, Editorial Letra Buena, Buenos Aires, 1992
[9] Un ejemplo personal: Un día volvía yo a mi casa después de trabajar
con un grupo de jóvenes esposas de drogadictos. Estas mujeres representan un
extremo del estereotipo de género. Para dar una idea de su grado de
“colonización” observamos que cuando se les habla o se les formula una
pregunta, ocurren fenómenos comunicacionales por los que no responden desde
ellas sino que dicen: “como yo le digo a El…” o “pero El me va a decir…”.
Hablan desde un diálogo permanente que mantiene con su” El” en sus cabezas. Esa
vez yo había tenido un día terrible. Volvía a mi casa a buscar un traje de baño
para zambullirme en una piscina cercana porque me decía que“o ponía mi cabeza
abajo del agua y me calmo o exploto”. Había estado escuchando a una jovencita
muy delgada cuyo marido drogadicto tenía un pub. Ella contaba que, para que él
no se drogara, ella iba todas las noches a las 2 de la mañana (hora de cierre
del pub) con su criaturita de 2 años a buscarlo. Y lo peor era que hacía eso
por orden de un coordinador del programa de rehabilitación donde yo estaba
contratada justamente para trabajar con los grupos de esposas. Al entrar a mi
casa veo a mi hija que baja la escalera a recibirme, radiante, contenta de
encontrarse conmigo ya que ella llegaba habitualmente más tarde. Lamentando defraudarla, le dije la verdad:
“en realidad no venía a quedarme sino a cambiarme para ir a nadar un rato
porque estoy muy cargada de tensiones. Vuelvo en un ratito. Ahora, disculpame,
voy a buscar mi traje de baño”. Ella, mientras volvía a subir la escalera, me
dijo: “Dejá, yo te lo alcanzo. Andá a nadar, porque si vos lo hacés ahora, si
lo necesito, yo también lo voy a poder hacer el día de mañana”.
[10] Kuschnir, C. aporta la relación con “la estrategia de la
servidumbre” presente en las obras de Goldoni, Moliére y Genet.
[11] “Puertas adentro, ¿refugio o terror”? (Inédito 1984) y “No vemos
que no vemos”, en el Boletín de la Red
Latinoamericana de Mujeres y Salud
Mental, (1992), artículos sobre la violencia doméstica de M. C. Ravazzola
[12] Como ejemplo: una colega presenta un libro muy valioso usando
metáforas muy acertadas, a través de relatar un cuento que recordó. Al
terminar, se le acercan muchas personas a felicitarla y agradecerle su
excelente presentación. Hubo una sola
persona que se le acercó para decirle que en el tono se le notaba que no
era argentina. La colega le aclara, en efecto, su nacionalidad, y entonces,
esta persona le dice: “¡Ah! Tal vez lo que vos decís lo decís porque vos tenés
otras lealtades distintas de las que tenemos nosotras”. Mi colega cuenta este
diálogo por poco llorando. Se le hace figura de contraste y ella queda “pegada”
al único comentario malévolo, agresivo,
entre muchos muy apreciativos. Ese es el que le produce un impacto
significativo, el que promueve dolor; es de ése que se defiende mal y es el que
queda triunfante en su experiencia.